
- Esas pastillas que me mandó son como aire - refunfuña él, con la voz cascada del fumador empedernido - No me hacen nada de nada.Ella, a su lado, calla como se las tira a la cara cada vez que intenta que las tome. Y lo observa, muda. Está muy delgado. Parece un buitre. Es un buitre. De pronto, nota los ojos de la residente fijos en ella y se sonroja.- Dile, dile tú - le dice él, empujándola - dile lo que me duele. Eso es que tengo algo malo. - fija las córneas enrojecidas en los ojos de la médico - ¿Tengo algo malo?"No" - piensa ella- "No se lo digas" - y niega furiosamente con la cabeza - "Si se lo dices, lo pagará conmigo".Pero a la residente le enseñaron que, cuando un paciente pregunta directamente su diagnóstico, hay que decírselo, aunque no sea el lugar ni el momento adecuado. - Sí. Algo malo hay ahí, Don Samuel, pero estamos intentando que mejore. Un rugido gutural, como el de un animal herido, sale de la garganta de él. Ella se estremece y retuerce las manos de uñas rotas y dedos cuarteados de tanto fregar.- ¿Lo ves? - le dice él. Y el odio se cuela en cada una de las letras de la pregunta - ¿Lo ves? Y tú me decías que no. Por eso me duele tanto...- También te duele porque no te tomas el tratamiento - contesta ella. Justo después de decirlo, sabe que ha cometido un error. Un error que le costará caro. Él la fulmina con la mirada. Y ella desea que se la trague la tierra. La médico sigue insistiendo. El tratamiento es importante. La única manera de controlar el dolor. Bla, bla, bla. Pero ella ya ha perdido el hilo. Mordiéndose los labios, desea que siga sin tomarse las pastillas. Quiere que le duela. Que le duela respirar. Que sienta dolor por cada lágrima que le había hecho sangrar. Que muera con dolor...
