Hay un tipo de libros que postulan la infinitud de cualquier historia. O, dicho con otras palabras, la posibilidad de expandir, matizar, retornar, detallar, escudriñar y diseccionar una y mil veces los hechos narrativos o el carácter de los personajes con el fin de obtener una visión lo más profunda, lo más minuciosa, lo más densa que sea posible. Las cosas (parecen sugerirnos estos volúmenes) no son así, sino que debemos apurarlas por su haz y por su envés, con visión panorámica y con microscopio, con emoción y con cerebro, con fe y con escepticismo. Cualquier obra literaria que pueda venirnos a la memoria (desde La Ilíada hasta Cien años de soledad) admite un resumen argumental que cabe holgadamente en un folio: raros libros escapan a esa común característica. Pero la tarea del escritor, el esfuerzo del escritor, la proeza del escritor consiste en desplegar una mirada que sea a la vez macro y microscópica, próxima y lejana, afectiva y gélida, para que los lectores se sientan dentro de esa historia y sean capaces de observar, como los observa él, todos los pliegues, recovecos y ángulos (sean de luz o de sombra). El murciano Miguel Espinosa convirtió una anécdota sexual bastante anodina en un colosal tratado teológico al que puso por título Tríbada; y el madrileño Javier Marías, en Mañana en la batalla piensa en mí, actualiza ese procedimiento y lo convierte en una brillante obra literaria, que seduce, cautiva e imanta desde sus primeras líneas.
Víctor Francés es un guionista de televisión que acude a cenar a la vivienda de una mujer casada, cuyo marido se encuentra en viaje de negocios. Todo anuncia que el postre vendrá coronado por un encuentro sexual entre ellos; pero Marta muere súbitamente tumbada en la cama, antes de que lleguen a consumar la infidelidad. Aturdido, Víctor abandona la casa, dejando a la mujer fallecida y a su hijo de dos años durmiendo en su cuna. ¿Qué va a ocurrir a partir de entonces? ¿Cómo digerirá la situación que le ha tocado vivir? ¿Se sentirá sucio, responsable, intimidado? Lentamente, todos los protagonistas de la historia (Marta, Víctor, el esposo de Marta, su padre, su hermana, su hijo) irán desfilando frente a los ojos del lector, que comenzará a recibir página tras página una espiral de revelaciones traumáticas, en la que todos se irán cubriendo de fango y de luz, a partes iguales.
Pero lo más embriagador de esta novela (con serlo muchísimos detalles de la misma) es, desde luego, la prosa de Javier Marías. Podrá parecer morosa e incluso irritante las dos o tres primeras páginas, porque gira, se retuerce, escamotea y elude; pero tengan ustedes un poquito de paciencia: la recompensa es enorme. Se aprende sobre la indecisión, sobre el amor, sobre la soledad, sobre los extraños mecanismos de los que se vale el azar para golpearnos, sobre la muerte, sobre el olvido, sobre la traición y sobre mil tremedales más del corazón humano.
Apunto aquí algunas de las frases que he subrayado en el tomo: “Todo viaja lentamente hacia su difuminación en medio de nuestras aceleraciones inútiles y nuestros retrasos ficticios, y sólo la última vez es la última”. “Quién contará mi muerte”. “Nos avergonzamos de demasiadas cosas, de nuestro aspecto y creencias pasadas, de nuestra ingenuidad e ignorancia, de la sumisión o el orgullo que una vez mostramos, de la transigencia y la intransigencia, de tantas cosas propuestas o dichas sin convencimiento, de habernos enamorado de quien nos enamoramos y haber sido amigo de quienes lo fuimos, las vidas son a menudo traición y negación continuas de lo que hubo antes, se tergiversa y deforma todo según va pasando el tiempo, y sin embargo seguimos teniendo conciencia, por mucho que nos engañemos, de que guardamos secretos y encerramos misterios, aunque la mayoría sean triviales”. “A media que pasa el tiempo y nos hacemos viejos es menos lo que se oculta y más lo que recuperamos de lo que fue una vez suprimido”.
Uno de los más grandes trabajos del escritor madrileño, que ni pierde brillo ni interés ni potencia con el paso del tiempo.