Tras los atentados de Mánchester alguien ha escrito – no recuerdo quién ni dónde – que los occidentales empezamos a acusar fatiga de compasión. Tiene toda la razón. Los actos de barbarie terrorista de los últimos tiempos nos están dejando sin palabras y hasta sin argumentos. Admiro a esas personas que son capaces de hilvanar un discurso coherente después de saber que 22 inocentes, la mayoría niños y adolescentes, han volado por los aires sólo porque un fanático decidió que debía acabar con cuantas más vidas mejor, incluida la suya. Yo ya empiezo a ser incapaz de encontrar palabras para expresar las sensaciones que me producen estas masacres y creo que no soy el único. Se nos está agotando el repertorio de actos, minutos de silencio y frases de condena, asco y repulsa y el catálogo de soluciones también acusa signos de agotamiento.
Repetir las mismas expresiones cada vez que un descerabrado se lleva por delante unas cuantas decenas de vidas que tuvieron la mala suerte de estar en el lugar equivocado a la hora errónea apenas nos sirve para tranquilizarnos temporalmente. En nuestro fuero interno no podemos sentirnos satisfechos porque somos conscientes de que sólo hemos aplicado un placebo para una grave enfermedad, la del fanatismo religioso, el peor de todos los fanatismos. Pero que se nos agoten las condenas o que la razón ya no nos alcance para comprender estos actos salvajes, no puede llevarnos a bajar los brazos y empezar a normalizar estas tragedias.
“No nos podemos permitir caer en la impotencia y en el derrotismo ante el terror”
No nos podemos permitir caer en la impotencia y en el derrotismo ante el terror. Ese es precisamente el objetivo de los terroristas, derrotar nuestra moral y allanar nuestras razones. Y la razón es no sólo la mejor sino la única arma para luchar contra la sinrazón y nuestra frontera más firme para la defensa de los valores de la tolerancia y el respeto. Necesitamos apoyarnos en la razón para no hacerles el juego a quienes ven en atentados como el de Mánchester la excusa perfecta para arañar votos cabalgando sobre la xenofobia y el racismo. La coincidencia del atentado en esa ciudad inglesa con la campaña para las elecciones del 8 de junio en el Reino Unido no puede haber sido casual. Su objetivo, además de cegar cuantas más vidas mejor, ha sido poner contra las cuerdas el sistema democrático y sus elementos constitutivos. A esas fuerzas políticas que braman contra los refugiados y los inmigrantes, hechos como el del lunes les sirven para alimentar sus discursos de odio al extranjero, especialmente si profesa la fe de Alá.
La razón es también la única herramienta que nos servirá para comprender por qué los estados europeos han fracasado de manera tan flagrante a la hora de integrar en la cultura occidental y en el respeto a las creencias de los demás a jóvenes nacidos y criados en nuestros países y de religión musulmana. Es tambíen la única vía para encontrar las soluciones que ayuden a reparar los graves errores y las injusticias históricas cometidos por Occidente en los países de donde proceden las familias de estos jóvenes radicalizados.
“Responder a la acción con la reacción es una salida pasajera de dudosa eficacia”
Responder a la acción con la reacción sólo es una salida pasajera y de dudosa eficacia. Sacar el ejército a las calles como ha hecho el gobierno conservador británico o como hizo también en Francia el socialista Hollande sólo sirve para transmitir una sensación de seguridad más artificial que real. Además, ningún país democrático se puede permitir luchar contra el terrorismo suspendiendo indefinidamente libertades y derechos porque estaría abdicando ante quienes se han propuesto acabar con los rasgos más característicos de la democracia.
Vigilancia y prevención policial son medidas imprescindibles pero insuficientes como ha vuelto a quedar de manifiesto en Mánchester. La acción coordinada de los países amenazados por el terrorismo sobre las causas últimas que lo alimentan y la implicación de los gobiernos para integrar en los valores democráticos a los inmigrantes de segunda o tercera generación susceptibles de caer en las redes del radicalismo, son también ineludibles. Es lo que aconsejan la razón y el sentido común frente a quienes desearían con todas sus fuerzas arrastrarnos a la ley del Talión sin importarles que todos acabemos ciegos.