Revista Psicología

Manena

Por Angelesjimenez

Texto publicado en Acta Médica, la revista del Colegio Oficial de Médicos de Tenerife, en febrero de 2015.–

El olor a humo empezó en la cuarta planta. Avisaron a seguridad y al resto del personal de emergencias. Una colilla delató a otros desechos del patinillo hasta asfixiar de humo gris la primera planta del hospital general a través de los tubos del aire acondicionado. Carreras, gritos

—Rápido, tú encárgate de los válidos y sácalos al jardín. Tú del 23/1 y 25/2, que no pueden caminar. Yo me ocupo de los más graves. Todos al jardín.

Los bomberos entraron como una tromba sin demorarse en detalles clínicos ni en matices asistenciales: cascos, mascarillas, trajes ignífugos, balas de oxígeno. El del casco rojo era el jefe, el jefe siempre es el de rojo. Ordenaba salir, salir, agacharse, no demorarse.

En 15 minutos toda la planta se había desocupado y al humo no le quedaba ni un rincón sin explorar. El puto amo…

—¿Dónde está Magdalena? Ella podía caminar, ¿no la sacaste?

—No estaba en la habitación y no podía entretenerme en buscarla, saqué a diecisiete.

—¿Pero nadie revisó si habían salido todos?

—No dejaban volver a entrar.

—¡Magdalena! ¡Magdalena! ¿Me escuchas?

—No se puede entrar, ahí dentro es imposible respirar. —El de rojo se cuadró en la puerta.

—Pero una paciente se quedó dentro, es mayor y seguramente se habrá asustado y por eso no salió.

—Ahora no se puede entrar.

—¿Cómo que no se puede entrar? Ya lo creo que se puede.

—Le digo que no, yo soy el jefe de la emergencia.

—Pero usted qué sabe de Magdalena…

—No se puede.

—Se puede, vaya si se puede. Deme su traje o entre usted mismo, pero que entramos, entramos.

—¿En qué habitación está? —Preguntó otro que llevaba el casco negro, parece que es un asunto jerárquico. El jefe lo miró afilado.

—En la quince, está frente al control, le da miedo estar sola. —El de negro no esperó permiso. El que estaba al lado no esperó instrucciones y entró con él.

La encontraron acuclillada en un rincón de la habitación mirándolos sin ver a través del humo y las cataratas. Ya en el jardín, la mascarilla de oxígeno apenas le añadió un suspiro para irse con el rostro agradecido, casi feliz, como si lo considerara el alta perfecta para su ingreso. Quizá fuera así, un final feliz para su historia de soledades, un final rodeada de los suyos, porque los suyos siempre fueron en realidad de otros.

Nació en un país que crecía atropelladamente, puede que por eso sus padres la abandonaran de niña, víctimas del atropello. La adoptaron unos emigrantes sin hijos que la trajeron con ellos a la vuelta. Pero eran muy mayores y la dejaron pronto otra vez sola. Por eso no tenía familia, porque nunca hizo la suya propia, no sabía cómo hacerlo y se confundió entre las de otros. Su familia era la de los vecinos del pueblo, que la visitaron con frecuencia durante el ingreso, ayudó a criar a varias generaciones como una abuela añadida, tal vez pensara que con eso ya tenía bastante descendencia.

Vivía sola, así que nadie se percató de la gravedad de las quemaduras de aceite en la piernas. Como no le dolían no consultó al médico hasta que se las mostró infectadas a una vecina un mes después. Llevaba ingresada varios meses entre antibióticos e injertos, feliz con la compañía de la planta y el personal feliz con ella, adoptados, como si se fuera a quedar a vivir allí, encantados. Insistía sin pudor en que era la mejor época de su vida. Pero eso no era posible y tampoco podía volver a casa sola, así que ya le estaban tramitando un centro de mayores para darle de alta, las quemaduras evolucionaban favorablemente. Pero ella no quería cambiar más de familia ni de residencia.


Manena

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