Revista Cultura y Ocio

Manga ancha – @Netbookk

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Y pasando la mano despacio por mi pelo, como si estuviera acariciando la cabeza de aquel hijo que perdió, Soledad suspiraba a menudo sentada en su silla a la entrada del callejón. Era entonces, en el atardecer perezoso de algunos domingos de verano si a ella o a Decepción les daba por soltar la lengua, cuando podía reconstruir parte de sus vidas y buscar entre los hilos con los que tejían sus historias, algunos retazos que me ayudaran a componer la mía.

Pensando en esos momentos, creo que ellas me tomaron cariño porque yo era de los pocos que no las juzgaban. Siempre las acepté como eran: dos personas cansadas, recorriendo las últimas etapas del camino de su larga y difícil vida que, a su vez, me aceptaron sin rechistar cuando Lou se fue. Esas tardes me quedaba yo embobado escuchándolas contar las historias que habían sucedido en el Callejón de Aire mientras merendaba un trozo de pan con una barra de chocolate y jugaba distraído con la medallita que siempre había colgado de mi cuello, desde el orfanato…

¿Cómo pueden dos maletas y cuatro cajas viejas, tener dentro tantas realidades, tantas vidas? Entre las libretas, fotografías, recortes de periódicos y papeles, que tengo ahora desordenados por la terraza, creo que por fin, puedo empezar a reconstruir las historias que se trenzaron, hace tantos años, en la casa al principio del Callejón del Aire donde se crió mi padre.

– Demasiada manga ancha he tenido contigo. Puta…

Yo ya no podía responderle. Después del segundo puñetazo en el estómago, me había quedado doblada, sin aliento, sobre el respaldo de la silla, pero cerca de la cocina. Menos mal que no me caí al suelo.

– Demasiadas veces te he consentido. Debería haberte devuelto a tus padres. No eres más que una inútil. – chillaba.

Mientras me hablaba, pude ver como babeaba el asqueroso. Borracho como una cuba no podía casi mantenerse en pie, pero seguía insultándome y así no se dio cuenta de que ya estaba cerca del cajón de los cubiertos…

– Mucha manga ancha es lo que he tenido contigo. Puta. – me gritó al intentar atraparme de nuevo.

…y esa fue la última palabra que pudo pronunciar, porque el cuchillo entró violentamente en su  garganta, hundiéndose hasta la empuñadura, tanta era la rabia acumulada que tenía.

Sus ojos reflejaron sorpresa, y su estupidez le llevó a intentar sacarse el cuchillo de la garganta con lo que sólo consiguió desangrase mucho más rápido. La sangre brotaba a borbotones de su cuello. No podía gritar, porque le habías cortado las cuerdas vocales, tan sólo chillaba como un cerdo…

Voy ordenando la historia y empiezo a descubrir y a encajar personajes y partes de la historia que mi padre me contaba en los largos paseos por el parque cuando murió mamá… Y descubro, poco a poco a Decepción… su paso por la cárcel después de matar al cabrón de su marido, comisario político, borracho y jugador. Con la mano y el cinturón demasiado ligeros que le arrebató lo único que ella quería haciéndole abortar con su última paliza. Justo antes de que ella se vengara… Descubro su paso por la cárcel, donde se encontró con Soledad, medio muerta, de la que se hizo cargo y cuidó como si fuera su hermana pequeña. Y a la que siguió cuando D. Pedro las sacó, uniendo de esta forma sus vidas para siempre.

Hace calor y he tenido que ponerme a ordenar los papeles bajo la sombrilla. Compruebo que los salvoconductos que D. Pedro les había conseguido unido al dinero de la venta de la casa del cura y el negocio de estraperlo que pusieron en marcha, les habían permitido empezar de nuevo en otra ciudad sin llamar demasiado la atención. Después de la guerra tan sólo había un país removido lleno de cenizas todavía humeantes y de cicatrices sin curar. Nadie se preocupó de averiguar nada sobre dos mujeres que llegaron con algo de dinero a la ciudad y abrieron una Taberna en las afueras.

– ¡Soledad, abre la puerta que ya está todo listo! – chilló decepción desde la cocina, limpiándose las manos en un trapo, intentando contener los nervios que la devoraban por dentro.

– Allá vamos. ¡Empezamos una nueva vida! – murmuró Soledad por lo bajo, mientras se santiguaba, y abría la puerta de la nueva Taberna que tantos esfuerzos les había costado montar. Fuera les esperaba un país deshecho por la guerra, con muchas necesidades por cubrir. Ara dos mujeres que habiéndolo perdido todo, pudieron recuperar una pequeña parte, eso suponía una nueva oportunidad y ninguna de las dos estaba dispuesta a dejarla pasar.

Y así pasaron los años, mientras la casa fue ampliando el negocio. Poco a poco, cubriendo las necesidades de los hombres que regresaban del frente, dando, además, techo y cobijo a muchas mujeres que, de otra forma, hubieran muerto de hambre en las calles o en el monte. No fueron unas hermanitas de la caridad. Las miserias de unos suponen en los tiempos difíciles, la prosperidad para otros; pero siempre trataron bien a sus chicas, las cuidaron, alimentaron y les dieron un hogar. Extraño, pero hogar.

Aunque Soledad nunca asimiló la muerte de Pedrito y la pérdida del hijo de ambos. Decepción, que cuidó de las dos desde los tiempos de la cárcel, fue el pilar sobre el que se apoyó su vida en común, sobre todo desde que Soledad empezó a olvidarse de las cosas. La enfermedad las pilló ya mayores, con la casa de capa caída, pero también con el dinero suficiente como para no tener que depender de nadie. Las dos viejas putas habían conseguido reunir una pequeña fortuna y gracias a unas buenas inversiones en terrenos para ampliar la ciudad, que crecía día a día, tenían más de lo que necesitaban, así que cuando a Soledad le diagnosticaron Alzheimer decidieron repartir parte del dinero entre las chicas y el resto de los empleados, cerrando la casa.

Cuentan que la fiesta fue de las que todavía se recuerda y que asistieron a ella todos los grandes hombres de la ciudad. Todo aquel que era alguien en aquel pueblo grande, les debía algún favor y la despedida fue gloriosa. Pero desde el día siguiente, demostrando que la gratitud es una virtud voluble, ya nadie volvió a acordarse de ellas, salvo Lou…

Y, de repente, hace su aparición en la historia un miliciano americano que se quedó, por amor, atrapado en la retaguardia del bando equivocado, logro salvar la piel gracias a las influencias de ellas dos y, para pagar su deuda, les ayudó a convertir la pequeña Taberna en “la casa” de los buenos tiempos. Pequeño, pero fuerte y musculoso. Con un cuello de toro y una mirada profunda que, decían, era capaz de parar los golpes sin levantar las manos. Lou fue su fiel guardián y confesor durante muchos años, por eso cuando ellas decidieron cerrar, le compraron un bajo cercano para que pudiera montar su propio Bar, un poco más al fondo del Callejón del Aire, el lugar donde se crió mi padre.

Chico. Un huérfano que apareció, nadie sabe de dónde, un día en el Bar de Lou y se quedó a su lado hasta que él se marchó en busca de su amor perdido al otro lado de las trincheras. Entonces fue adoptado por Soledad y Decepción, que lo cuidaron en su casa y allí creció, haciéndose un hombre, hasta que a él le tocó cuidarlas a ellas en los últimos días de su vida. En agradecimiento y como no tenían parientes conocidos, le hicieron su heredero y él decidió trasladar el ambiente del viejo bar de Lou a la taberna de ellas y construir sobre esos retazos de vidas difíciles, unidas por el destino, su propia historia. La historia de mi pequeña familia.

..

.

No me he dado cuenta del paso del tiempo y el sol ya se está ocultando. Mañana es viernes y vienen a pintar el bar porque la semana que viene volvemos a abrir. Estoy sentada con las piernas cruzadas, en camiseta de tirantes y braguitas, sobre el suelo de la terraza de mi casa, en el ático del edifico que mi padre me dejó en herencia. A mi alrededor están las dos maletas abiertas, un montón desordenado de papeles, cartas y fotos antiguas que espero me ayuden a terminar de reconstruir la historia de mi padre… Por ahora sólo tengo fragmentos inconexos, como aquella que contó sobre unos juegos de cama… donde me hablaba de un matón de medio pelo llamado Lobo, una buena chica, que jugaba a ser mala, llamada Caperu y Lulú, un mal bicho, antigua protegida de la casa y que terminó a tiros justo detrás, en el Callejón del Aire.

De repente siento hambre. Sumergida en el contenido del descubrimiento de Toni, me doy cuenta de que no he comido nada desde el desayuno. Al intentar levantarme de golpe, mis piernas se niegan a reaccionar y he tenido que apoyar una mano en la barandilla de la terraza y una rodilla en el suelo. Al otro lado de la maleta, justo donde no la podía ver, había caído una vieja foto amarilleada por el tiempo, con cuatro personas. Dos mujeres mayores bien vestidas, con sombreros y trajes de domingo sonríen orgullosas, cogidas del brazo, delante de una casona. Una de ellas, supongo que Soledad, alta y guapa para los cánones de la época. La otra, imagino que Decepción, más cuadrada y menos agraciada es, sin embargo, la que está en centro de la composición. Detrás de ellas a la derecha hay un hombre recio, vestido con traje de rayas y sombrero de ala ancha, sonríe de medio lado, como si no le hiciera mucha gracia salir en la imagen, los dedos pulgares en los bolsillos del chaleco le dan cierto aire confiado con un punto de chulería. A la izquierda, apoyado en la pierna de Soledad que le acaricia el pelo, puede verse a un niño sonriente, orgulloso con un caramelo de palo en la mano. Lleva unos pantalones cortos y sobre el cuello desabrochado de su camisa impecable, puede adivinarse el reflejo de lo que parece una pequeña medalla.

Puro instinto. No he podido dejar de llevarme la mano al cuello, allí donde siempre ha estado desde que mi padre me la colgó el día de mi catorce cumpleaños. Pero medio agachada como estoy, ella ha salido de su escondite en el escote y ahora oscila libremente delante de mí. La agarro fuerte y cierro los ojos. Es mi amuleto, no sabría vivir sin ella cerca. Parece que es la misma medalla de esa vieja fotografía. Otra de las piezas del puzle que componen la historia de mi Padre y que algún día terminaré de reconstruir…

Los primeros rayos de sol, resbalando perezosos por la pared desconchada del campanario, me pillaron ya despierta. Justo delante de mis ojos, la tela gruesa y negra yacía en el suelo. Encima, contrastando, la delicada puntilla de mi ropa interior blanca, parecía abrigarse del frío del amanecer entre sus pliegues oscuros. Como mi cuerpo, arropado por el suyo, hacía tan sólo unas horas, después de consumar el deseo que ardía en nuestro interior desde hacía tanto tiempo…

Nota:

Quizá sería conveniente, ahora que sabes más, repasar la historia completa que empezó con el sermón…

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