Revista Cultura y Ocio

Manko You-punky y los maniquíes

Por Zogoibi @pabloacalvino
Manko You-punky y los maniquíes

El Brasa Viva es, por su buena relación calidad-precio, tal vez la brasería más popular de la capital de Moquegua. Su valoración en redes sociales es alta y suele estar lleno durante las horas punta restaurantiles, pese a su orientación comercial un poco al estilo de los fast-food, con una limitada oferta de platos, una atención y servicio rápidos y una filosofía tipo "llega, come, paga y márchate": al cliente le toman la orden nada más sentarse y, en poco más de cinco minutos, le traen lo que haya pedido. Pero como el local no tiene más allá de una docena de mesas y son muchos los moqueguanos que, sobre todo por la tarde, acuden a cenar allí, con frecuencia hay cola de clientes esperando en la puerta a que otros acaben.

Como su nombre sugiere, se especializa en carnes a la parrilla y, aunque los cortes no son los mejores del mercado, por regla general son aceptables, las porciones generosas y los platos vienen acompañados con buenas papas fritas y ensalada. Sirven, además, vino cosechero del país en jarras, que -para quien guste del semiseco- no está mal de sabor y a un precio muy razonable. Un buen lugar, en fin, para ir varias veces a tantear los platos cárnicos más populares del Perú sin dejarse la cartera en el intento: por menos de 40 soles se come uno una parrillada de res, chancho, cordero o anticuchos, más el choricillo de propina, incluyendo la guarnición y la bebida.

En una mesa junto a la de un servidor hay dos incas jóvenes que parecen, por sus rostros y el color de su piel, recién sacados de las huestes de Manco Yupanqui, sólo que pasados a continuación por la barbería de Manko You-punky: las sienes afeitadas al estilo punk o "perroflauta", piercings y zarcillos varios y las veinte uñas pintadas de negro. No puedo evitar preguntarme: ¿Será esto un ejemplo de política identitaria, de diversidad cultural, de interculturalidad o de ninguna de ellas? Debo admitir que me pierdo en el tupido bosque del vocabulario y la semántica ideológica liberal-progresista. Y no se crea que describo esta escena por deslucir: los quechuas tienen tanto derecho como los madrileños a desfigurarse con elementos de la degenerada estética occidental; pero resulta doblemente llamativo ver tales ornatos en esta gente, cuyas costumbres y tradiciones son muy ajenas a una moda que, viéndola aquí, es difícil no percibir como extemporánea y fuera de lugar, importada a fuerza de intromisión cultural mediática desde un hemisferio sin relación alguna con la herencia folclórica del mundo precolombino que había perdurado en Hispanoamérica hasta hace muy poco. Por eso me asombra la habilidad de los titiriteros mundiales para compaginar el fomento del identitarismo y la diversidad con la promoción, aparentemente contradictoria, de una alienante homogeneidad cultural; y me pregunto por la posible finalidad de llevar a cabo ambas políticas simultáneamente. ¿Será que tratan de conseguir el máximo de heterogeneidad imaginada -o incluso ilusoria- y, a un tiempo, el máximo de homogeneidad real? O sea: que los pueblos, creyendo ser muy diferentes unos de otros, sean en realidad muy similares y se conduzcan, piensen y sientan del mismo modo. Es posible; y mucho me temo que el tan cacareado multiculturalismo se reduce precisamente a eso.

Pero más jodido que los varones para copiar a Occidente lo tienen aquí las hembras, quienes, por mucho que se adornen a imagen y semejanza de sus congéneres europeas o norteamericanas, no por eso sus caderas dejarán de ser masculinas, rasgo éste característico de estas etnias andinas, cuyos ejemplares del sexo débil tienen casi menos caderas que los del sexo fuerte. ¡Ah!, al fenotipo se lo puede engañar. Todo lo contrario, por cierto, que las caribeñas (de Venezuela, Cuba, Colombia) que tanto están emigrando en estos últimos años hacia el sur del continente: unas mujerotas grandonas con unos traseros superlativos que apenas caben ¡de lado! por el pasillo entre los asientos del autobús (y, créanme, esto no es ninguna exageración: su humilde corresponsal lo ha visto con sus propios ojos). Al hilo de estas observaciones, me pregunto por qué la variabilidad genética hembruna en el aspecto físico es mayor que la machuna, cuando en los demás aspectos sucede justo lo contrario. "Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder", decía el catecismo del padre Astete en 1608.

Otro detalle que también se me hace muy chocante en Perú, relacionado en cierto modo con la dichosa ideologización -aunque en este caso por su extraña ausencia-, es el de los prosaicos maniquíes. Tenemos que en Occidente, donde la población no blanca oscila en torno al diez por ciento, resulta en cambio muy común -y cada vez lo es más- ver en las tiendas de ropa maniquíes a semejanza física de las minorías raciales (con claro predominio de la negra), en proporción quizá incluso superior a su presencia real en nuestras sociedades; lo cual, desde luego, a nadie puede extrañar, pues Occidente, como autor intelectual del multiculturalismo, está obligado a dar muestras de virtud y enviar al mundo su mensaje de tolerancia, pluralismo e "integración racial"; y sin embargo en Perú (al igual, imagino, que en otros países iberoamericanos de similares características), donde la raza caucásica no llega ni al uno por ciento de la población, los maniquíes son todos incongruente e impecablemente blancos y tienen unos rasgos físicos (¡incluso el pelo rubio!) que aquí no se ven ni por el forro. Y esto, habida cuenta de que las consignas ideológicas del pensamiento único son universales y ubicuas, sí que pide alguna explicación. Podrá sugerirse, tal vez, que en Perú no hay industria que produzca maniquíes y tiene por tanto que importarlos; cosa nada improbable, pese a que, después del bloque de cemento y la chapa corrugada, no se me ocurre otro producto cuya fabricación requiera menos tecnología. Pero aun así, ¿importarlos de dónde? ¿Desde Estados Unidos? ¿Acaso no existe un sólo país al sur del Río Grande -y más cercano a Perú- que los produzca? Y en caso afirmativo, ¿acaso esa industria no ha recibido las pertinentes instrucciones de la élite globalista para que los fabrique masivamente en versión "orgullo étnico"? Alguien se merece un tirón de orejas en los think tank de Klaus Schwab, porque este detalle se les ha escapado. Y no es que un servidor se haya vuelto de repente partidario de la agenda ideológica del Foro Económico Mundial, pero incluso al más intransigente antagonista de tales doctrinas le resulta difícil no dar un respingo y hacer una mueca de disgusto cuando, caminando por el laberinto de pasillos de cualquier mercado peruano, atestado de indígenas color tabaco, rasgos aimaras y pelo azabache, se topa de pronto con cualquiera de esos rubios maniquíes de muñeca Barbie destacando entre la multitud como mosca en la leche (y a menudo vestidos, por cierto, con las prendas más espantosamente cursis que se hayan fabricado en la historia de la industria textil).

Y ya puestos a tocar el tema del adoctrinamiento cultural, me referiré a una última escena, presenciada el mes pasado por su seguro servidor en Copiapó (Chile), una tarde, mientras paseaba por la calle: Un pequeño desfile (no muy numeroso, gracias a Dios) de jóvenes mapuches (dicho sea en sentido lato), muy progresistas y políticamente correctos, se manifiestan por la ideología LGBTQ exhibiendo las consabidas banderas multicolor. La marcha, quiero suponer, habría sido convocada, con ocasión del funesto "Día del Orgullo Güey", por alguna de las infinitas terminales que Globohomo ha extendido por el mundo entero.

Debo consignar, una vez más, el aviso legal de rigor: los chilenos tienen tanto derecho como el que más a afirmar la existencia de 81 "identidades de género". Pero esto aparte, nada parece más incompatible con la patriarcal y machista "identidad" étnica, religiosa y cultural hispanoamericana que manifestarse a favor de la homosexualidad; de modo que, nuevamente, me encuentro con una aparente contradicción entre dos de los varios postulados del mosaico ideológico globalista. Pero puede que en realidad no haya tal, sino que con los valores promovidos por los titiriteros mundiales ocurra igual que con la jerarquía de las leyes o -mejor aún- con los órdenes de infinitud que nos enseñaban en la carrera: que aunque el concepto de infinito no sea más que uno ("aquello que no puede tener fin ni término"), no todos los infinitos tienen la misma categoría; y así también sucedería que la doctrina LGBTQ tendría, en el escalafón ideológico posmoderno, precedencia o prioridad sobre la diversidad cultural, la cual quedaría parcialmente derogada en todo cuanto se opusiera a aquélla. Es decir: al ciudadano del mundo se lo exhorta y estimula a que tenga sus rasgos culturales propios e identitarios siempre y cuando éstos no entren en conflicto con ninguno de los principios de rango superior en el mismo corpus dogmático. Lo cual, en el fondo, vendría a reducir a su mínima expresión el margen de maniobra de la multiculturalidad, pues a ninguna sociedad le estaría permitido manifestar y preservar nada que se salga de los estrechos límites impuestos por los cuatro grandes pilares del pensamiento único; o sea: nada que vaya más allá de algunas artesanías, ropas o adornos, un poco de música étnica y algún que otro plato culinario, a ser posible vegetariano.


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