El 31 de marzo se estreno en París Manolete de Menno Meyjes, con Adrien Brody y Penélope Cruz como protagonistas. Tenía noticias no muy buenas y ese estreno por sorpresa hacía que esperase lo peor. Fui a un cine en los Campos Eliseos, la sala era pequeña y los espectadores, en su mayoría, teníamos un cierto aire español y una cierta edad… Afortunadamente la pantalla era grande y el silencio de rigor.
Les comentaba en mi “papel” sobre los premios Goya y Cesar, cómo pienso que estamos ante un cambio sustancial en el Cine. De cómo la nueva tercera dimensión es percibida como una liberación que va mas allá del planeta Pandora, del País de las Maravillas, o del Olimpo de los Titanes. Que abandonamos al héroe marginado, paralizado o encarcelado para abrirnos a universos paralelos donde “sentir” (no pensar) las mismas historias de amor y muerte. El Cine ha sufrido giros más bruscos y definitivos que éste (la llegada del sonoro, la banalizacion del color, la influencia del cómic), pero nunca estuvieron tan claramente trazadas las dos vías irreconciliables: la diversión y el arte narrativo. En la narración el espacio que se abre es interior, el héroe libra su batalla para que ganemos perspectiva moral o vital, que es nuestra lucha cotidiana. En la diversión aparcamos nuestro vehiculo (que aún pagamos a plazos) y nos embarcamos para irnos, lo más lejos mejor.
Manolete es un film anterior a las 3-D. Busca contar una historia y olvida la diversión. Nos acerca a Manolete, no nos transporta a su “país”. Este Manolete, ni siquiera ha tenido la oportunidad de encontrar plaza en España (problemas legales de producción impiden por el momento su estreno). No importa, hacía tiempo que no teníamos una película española invisible en nuestro país y recorriendo las carteleras extranjeras. Por lo demás, es un film más que apreciable y merece comentario.
Los años cuarenta en un país atrasado y triste. Imágenes documentales de Manolete en blanco y negro… El cine se empeña en rodar biografías de artistas como si de vida de santo se tratara. Debe ser porque el arte es la religión de nuestro tiempo. En general a estas películas les pasa como a los cuadros piadosos del Renacimiento: demasiados bellos ropajes para personaje tan humilde. Si la razón de este disparate era la ofrenda, que cuanto más costasen pinturas y artista, más valía, en las películas de época la ambientación es la ofrenda del productor para que creamos en su fidelidad, por no decir en su feligresía. No es éste el caso, de la vida y milagros del torero vamos a ver poco y la ambientación tiene un marcado toque Matisse: figuras aplastadas contra fondos planos de colores abigarrados.
La España de los cuarenta era pobre y en blanco y negro… y la película, sorprendentemente, se despliega como el sueño en technicolor de un turista interesado de barrera de sol.
Apenas hay anécdota. El encuentro entre Guadalupe y Manolo, la relación que mantuvieron y su trágico final, están apenas dramatizados. Son cuadros de un ballet que busca su dramaturgia en un continuo ir y venir en el tiempo, desde el desenlace final. Como si el sentido que las imágenes invocara no fuera otro que la muerte anunciada. La estructura del film es la de un rito en el que cada participante (y no personaje),ocupa su sitio, cada objeto su función, cada color su significado. Colores saturados: rojos, amarillos albero, turquesa, negros… Proximidad (en el plano) de la concurrencia: como un coro trágico que acompaña y alienta al héroe en el cumplimiento de su misión.
El nudo del conflicto que se juega en la arena: nacer de la muerte o perderse en ella, tiene su reflejo en el lecho amoroso: perderse en el amor o encontrarse siempre de este lado. Tanto uno como otro son fantasmas primitivos, trágicos, que remontan de nuestros recuerdos inconscientes más antiguos: la intima relación con el deseo de la madre. Ese “mamita” que separara definitivamente a nuestros dos protagonistas y que casa tan bien con la lorquiana España franquista. Nada que objetar sobre ese acercamiento prudente a una realidad histórica que no era el objeto de la obra. Ni tampoco sobre la evocación de la pareja tutelar de nuestros héroes (que bien podría dar para otra película): Ava Gardner y Luís Miguel Dominguín. Pero esa…¡es otra historia!
Menno Meyjes cree en lo que cuenta y en cómo lo cuenta. Ese sueño en barrera de sol es luminoso y trágico y así avanza su film, no más pretencioso que cualquier otro, un poco más seco quizás.
Pero hay más: Adrien Brody y Penélope Cruz, héroes trágicos de esta historia verdadera de los años oscuros. Como decíamos, no son personajes, son cuerpos que evocan otros cuerpos enterrados en nuestra memoria y que, como ese parecido milagroso de Adrien Brody y Manolete, su trabajo consiste en hacernos sentir lo que fue y se perdió: esa carne vibrante deseosa y deseada, esa mirada triste de hombre perdido entre tantos misterios, ese silencio opaco que la belleza disimula. Nunca vi a Penélope tan “guapa” ni a Adrien Brody tan “tierno” (y por dios que estos términos dan miedo sin las comillas), pero es así… La pareja funciona como evocación de otras parejas míticas, como… digamos, debió funcionar en la imaginación de King Vidor, Gina y Tyrone como Salomón y la reina de Saba.
Juan José Calero del Toro