Revista Diario

Manoletinas vaporosas y viaje en metro.

Por Negrevernis
Me giro sobre el hombro derecho y miro de reojo hacia atrás: la larga fila central de barras amarillas está repleta de manos. Los cuerpos, más o menos apelotonados, se encuentran dispersos por todo el vagón. Llaman al chico joven que está enfrente de mí, sentado; está sin trabajo desde hace cuatro o cinco meses, está mal, está preocupado, y se lo hace saber al otro lado del teléfono móvil, aunque todos compartimos su pesar: engrosa los más de cuarenta millones de parados de España. Enfrente, la chica rubia, apenas con embarazo incipiente, aguanta de pie -como yo- la verborrea de su acompañante, en envolvente acento argentino; ella le mira, asiente, pone cara de interesada, emite cuidadosos "ajá" de respuesta neutra.
El vagón se desplaza abiertamente hacia la derecha. Toma la curva, abandona un semáforo casi en rojo.
La joven que acaba de abandonar la adolescencia, vestido gris, manga corta -hoy no me hizo falta mi bufanda en marrones y naranjas-, zapato plano lila y brillante se ha acabado sentando junto al hombre de la gorra -uno al que no le han dicho, como a mis alumnos, que en sitio cubierto no se lleva. El hombre la mira de vez en cuando, como de reojo. Tal vez sean las lentejuelas de sus manoletinas. Tal vez su vaporoso vestido.
El vagón se desliza por una recta. No queda mucho, creo, para mi destino. Pongo el punto de lectura -una pequeña foto de Niña Pequeña, de esas que dieron en su colegio hace meses.
La señora de gafas se entretiene con crucigramas. O tal vez sea un sudoku, no lo veo bien. Le vigila el joven de su izquierda, que mira por encima del hombro; no se conocen, pero deberían presentarse: el chico casi resuelve el pasatiempo en silencio, sus ojos recorren horizontales y verticales. Una mujer de edad indefinida -es decir, superados los cuarenta-, llama a voces cantarinas a Patricia, la adolescente que está a mi lado; se dan dos besos: la joven se hace notar, el mundo gira en rotación meteórica alrededor de su figura.
El vagón entra en mi parada. Las columnas de colores se suceden rápidamente. No sé si esta vez los del andén habrán leído que hay que dejar salir antes de entrar. Patricia se despide de la señora. El joven del crucigrama saca el teléfono móvil mientras se levanta. El hombre de la gorra echa un último vistazo a la chica del vestido al mismo tiempo que recoge apresuradamente sus cosas. El acompañante argentino le dice un rápido "chao" a la incipiente embarazada -que respira hondo casi de forma imperceptible. Miro mi reloj: son las siete. Me da tiempo, si voy rápido, a coger el bus de y diez...
Manoletinas vaporosas y viaje en metro.

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