Siempre he pensado que cuando un grupo de música necesita añadir componentes extra a su directo (una tercera guitarra, una segunda batería, un teclista adicional) suele ser que algo no funciona entre sus miembros. Entonces ocurre que llego al escenario del Nocturama y me encuentro sólo dos micrófonos, un taburete redondo y, al otro lado, una insólita percusión formada por una caja (de las de batería), un par de timbales, un pedal con campanitas y otra caja (esta vez flamenca) y me doy cuenta de que puede ser un buen momento para comprobar mi teoría. Llegan ellos, tres tipos raros de barbas espesas, pelos hasta mitad de la espalda, camisas de cuadros rojos y negros y sus botas terminadas en punta, empiezo a dudar si es verdad eso que dicen que vienen de Valladolid o si antes de hacer música eran algo a mitad camioneros o leñadores o filósofos de la vida de entre algún punto entre Virginia y Arkansas.
Pero no. Lo que son es músicos, y sí, son de Valladolid, pero eso es lo que menos importa. Lo importante es la música, y vaya si saben tocar. Después de un frugal saludo atacan sus instrumentos y empiezo a vislumbrar que éste no va a ser un concierto normal. Me parece de verdad increíble que con tan poco elemento (dos guitarras acústicas, una de ellas con cantante y la percusión antes citada) se pueda hacer tanta música. Se necesita ser muy bueno para que con sólo seis manos y una austeridad casi rancia de a lo más-básico-no-se-puede la música surja a borbotones. Para que la caja, flamenca, suene a platos, para que las guitarras hagan olvidar al bajo, para que unos timbales cubanos queden bien entre sabor a desierto, a carreras por las praderas, a hamacas en porches de ranchos en Texas y a viajes en Harley o en trailer por carreteras de polvo y arena. Ritmos de entre country y folk que por algún sitio tienen regusto a indy y que hacen recordar por momentos que los géneros en realidad no existen y que todo lo que es música es música. Y, entre tanta modernidad electrónica que parece estar en todas partes, aquí nos lo encontramos unplugged, sin enchufes, acústos, sin electricidad ni efectos. Sólo manos, cuerda y cuero, y una buena garganta cantando.
Poco a poco van apareciendo los temas de sus dos álbumes, quizá más del del último que del primero. Canciones de corte muy country como The Truth, baladas de rock americano
como Runaway, rumbas fronterizas (A Tale of the West) y otras que van de la tranquilidad a lo salvaje, van desfilando por un escenario en el que a pesar del calor la intensidad no decae. La sorpresa de la noche llega cuando versionan a Kraftwerk, sí, los abuelos del kraut electrónico, y lo hacen con rigurisad acústica, sin bajarse de los mismos elementos con los que hacen todo el concierto pero con una calidad que impresiona. Por desgracia parte del público parecía desconectado y más atento a cervezas y conversaciones estivas, pero la magia del grupo acaba por subirles al carro y ya en la zona de bises se puede decir que nos obligan, a base de carisma y buen rollo, a corear el Shiralee, su canción de más éxito, y a aplaudir sin compasión y terminar piendo otra.
Porque este trío tan sencillo (en apariencia) tienen una capacidad instrumental, un arte, una contundencia y una fuerte personalidad que hace que sus conciertos, tan simples, sean toda una experiencia.
(Ignacio Moreno Flores http://www.musiqueando.com)