Esta mañana llovía agudamente, en forma de gota fina que fue dejando mi paraguas -ya de por sí un poco roto por el uso y los años, pero el más grande de mi casa- empapado. Caminaba despacio, pacientemente, diciéndome una y otra vez la máxima favorita de mi madre: "hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo", deseando internamente que asomara el buen tiempo para poder hacer que Niña Pequeña estrenara su nuevo vestido de tono fucsia.
Llegué a la primera parada del autobús -la que nunca uso, a pesar de estar tan cerca de mi casa: nunca recuerdo el horario de pasada. Y allí estaba: un preadolescente, equipado con los colores del equipo de fútbol regional, bolsa de deporte en ristre, sin otra protección frente a la mansa lluvia que su pelo oscuro. Miraba a lo lejos, al final de la calle, por si el bus -sí, el que siempre me pregunto si pasa por aquí- llegara ya y acabara con el caladero. Nada fuera de lo normal, si no hubiera sido por el detalle de que el joven limpiaba con esmero, bajo la fina lluvia, sus gafas, con un pañuelo de papel...
P.D: he estado ausente unos días de la red, por lo que espero que mis lectores me disculpen. Asuntos laborales me tienen actualmente más atareada de lo normal, pero volveré a ser presencia en una semana.