Voy a contarles una historia. Estaba la escritora estadounidense Rebecca Solnit en una cena cuando es abordada por un hombre. El hombre quiere hablarle sobre los libros que ella ha escrito y desacreditar su posición respecto a algunos comentarios que hizo en sus publicaciones. Ella accede a la conversación, pero muy pronto se ve interrumpida por el hombre quien aduce tener intenciones de hablar sobre un libro más importante. Ese libro era sobre Eadweard Muybridge. La intención del hombre era desacreditarla discutiendo sobre la publicación más reciente que se había hecho sobre ese libro sin siquiera sospechar que estaba hablando con la propia autora. Rebecca hizo sus descargos posteriormente en un artículo titulado “Men explain things to me”, texto al cual se le atribuye la acuñación del término mansplaining.
Este término empezó a ser utilizado por blogueras feministas y luego por feministas en general para hablar de las situaciones en las cuales un hombre, al estar conversando con una mujer, asume inmediatamente que ella sabe menos que él. Por eso se pone en una posición intelectual superior y le habla a la mujer en tono paternalista.
Este término me recuerda a muchas situaciones. Por ejemplo, cuando un hombre blanco se refiere a los indígenas como seres a los que hay que proteger, sin preguntarse si quiera si ellos necesitan su ayuda, si ya saben protegerse. No, el hombre blanco asume que es/está mejor que el indio y que por tanto debe patrocinarlo. Lo mismo pasa cuando una mujer habla con un hombre. Las mujeres que estudiamos sabemos mucho de eso. Nuestros profesores (unos más que otros) nos hablan diferente que a los hombres, cuando nos acercamos a preguntarles algo dicen nuestro nombres con diminutivos, o nos dicen niña, señorita, cuando ya somos adultas. Quizás lo hacen sin darse cuenta, pero lo hacen… y no está bien que lo hagan. Lo mismo puede pasar con nuestros jefes, hermanos, amigos, padres, etc.
En el mundo de la Academia, sobre todo el de la filosofía que es el ámbito en el que yo me muevo, los hombres suelen sugerirme lecturas de la siguiente forma: “léete a Platón, mamita”, sin siquiera preguntarme antes si lo he leído ya. Se manifiesta sobre todo cuando en una discusión hablo y ellos suspiran antes de oírme, miran hacia otro lados, como preparándose para tener que echarme en cara que ellos saben más que yo. A veces responden cosas que ni siquiera he preguntado o afirman que he dicho cosas que jamás he pensado, sólo porque no me están escuchando realmente, sólo asumen que saben lo que voy a decir o pienso. En clases cada vez que una de mis compañeras (religiosas) preguntaba por algo, mi profesor (sacerdote), giraba los ojos hacia arriba mostrando exasperación incluso antes de oírla. No pasaba lo mismo cuando mis compañeros querían hacer una consulta, con ellos sí dialogaba, a mi compañera la dejaba en vergüenza.
Son muchos los ejemplos que podemos pensar. No quiero generalizar, por supuesto no todos los hombres hacen lo que acabo de ilustrar, pero muchos no parecen siquiera incómodos cuando uno de sus pares lo hace. Yo sí, yo me siento incómoda y a veces no sé cómo reaccionar, a veces no sé cómo pedir ser escuchada con atención o pedir que a mis compañeras se les respete. Sí, quizás muchas veces sé menos que mi interlocutor, pero eso no lo pone por sobre mí, no tienen que hablarme como si fueran mi padre o como si se compadecieran de mí. Tampoco deben aceptar que otros hombres lo hagan, no somos inferiores, ustedes no son superiores. Eso es todo.
Por Cristal