A modo de Introducción:
Grosso modo, la Real Academia Española (2001) ofrece dos significados de “pueblerino,na”:
1. adj. Perteneciente o relativo a un pueblo pequeño o aldea.
2. adj. Dicho de una persona: De poca cultura o de modales poco refinados.
El segundo sentido, el más despectivo, coincide (o es ratificado) con los archivos que pueden revisarse en YouTube sobre el término: toda una serie de videos caseros protagonizados por sujetos, aparentemente torpes y/o malhablados, que abrazan el ridículo sólo para hacernos reír…
Existe, además, una tercera especie de definición: la melancólica, siempre a mitad de camino entre la protesta (subrayada en frases del tipo “pueblo chico, infierno grande” o en canciones como “Pueblo blanco” de Serrat, 1971) y la reivindicación de las pequeñas localidades como reserva de los grandes valores morales (¿cómo olvidarse de los inocentes, sinceros, confianzudos y amables de Segundo y Marimar[1]?).
En rigor, las dos últimas tesis suenan partidarias y viscerales pero, al menos, postulan una relación de tensión entre el ciudadano urbano (o de ciudad) y el ciudadano rural (o de pueblo); tensión o reparto entre “ellos” y “nosotros” que es inseparable de la pregunta por la identidad, que confirma a unos y a otros desde la misma diferencia (Mata, 1999). Pues, tal como sugiereStuart Hall (1991)“la identidad es siempre una representación estructurada que sólo alcanza su sentido positivo a través del ojo - estrecho - de la negatividad. Es decir, que tiene que operar mediante el ojo de la aguja del Otro para – sólo luego - poder construirse a sí misma. Esa identidad produce un juego maniqueo de opuestos” (Pág. 3).
Frente a estos datos es evidente que entrometerse con el problema de la identidad pueblerina es explorar una zona fatalmente vacilante y ambigua, atravesada por significantes contradictorios y relaciones de poder complejas. Aún así (sabiendo que lo mas probable es fracasar), este trabajo salió tras las pistas de algunas de las marcas distintivas (lógica de territorialización, nominación de los habitantes, chismes y formas de comprar) que constituyen –entre muchos otros elementos- la identidad popular de un pueblo al sur-sur de la provincia de Córdoba en (y frente a) el contexto actual de mundialización cultural.
La pequeña empresa se apoyó, principalmente, en las perspectivas ofrecidas por el curso “Paradigmas y teorías de la comunicación” (módulo II) y se tomó sus reaproximaciones teóricas (en particular las de los Estudios Culturales sean anglosajones o latinoamericanos) como herramientas para interrogar y analizar lo cultural dentro de las prácticas cotidianas del pueblo.
Contexto
Para ser breves y concisos –tamaño monográfico lo exige- quizás sean (literalmente) suficientes un par de datos generales para presentar el pueblo en cuestión:
Su marco histórico puede resumirse con cuatro conceptos claves, ordenados cronológicamente: Campaña del Desierto. Estación de Ferrocarril. Inmigrantes. Perfil Agroganadero.
3;rico (el otro cromosoma, como se verá, es el relacional) que hace que una población sea pueblo y no ciudad, estas son las cifras; 5 115 habitantes (Municipalidad de Villa Huidobro, 2005): 16 294 Km cuadrados de superficie geográfica.
Hechas, pues, las salvedades contextuales, pasemos al asunto que nos compete: algunos de los dispositivos culturales que constituyen la identidad de esta localidad.
Manual del buen pueblerino
1.¿Cómo orientarse enpueblo chico?
En tiempos de seriación basta con pisar un pueblo para conocer la estructura de los demás: en el corazón, la plaza principal rodeada por la iglesia, el palacio municipal y la comisaría; en el centro, los comercios y los clubes; y en la periferia, hileras de casas bajas, las escuelas y el hospital.
Sin embargo, en esta localidad, mapa y lugar, dos procedimientos que para De Certeau (1990/200) aparecen fuertemente ligados al orden, al sistema e, incluso, a lo muerto, son fetiches topológicos reconocibles, pero irrelevantes. Lo que verdaderamente importa son las operaciones espacializantes, es decir el espacio como lugar practicado, atravesado y transformado por la intervención de los usuarios (De Certeau, 1990/2000)… Bajo esta práctica, por ejemplo, como alguna vez postuló Barthes (1967/1990), el centro coincide con lo erótico (la compra y el encuentro) y la periferia, con lo otro, con eso que no corresponde a lo lúdico (la familia, la residencia).
Pero si esta voracidad espacializante tiene un objeto privilegiado en el pueblo, ése es la guía. Supongamos que usted tome un remis o pregunte a un lugareño cómo llegar a determinado punto territorial, le aseguro que el nombre y la numeración de la calle no serán de utilidad. Pues, aquí, estos elementos parecen existir para satisfacer requisitos legales[2] , pero a la hora de orientar su esterilidad es prácticamente evidente. En el pueblo, las direcciones sólo toman consistencia si se las captura en un nombre propio o apodo; y las coordenadas casi siempre son enunciadas a partir de un Fulano (al frente, a la vuelta, a dos casas de lo de Fulano)[3]. Es en esa zona de las singularidades, de las personalidades, donde el pueblo pone en juego sus instintos baqueanos y sus modos de organizar la geografía.
Lo que las personas como puntos de referencia conjuran es una lógica de territorialización basada, ante todo, en dimensiones simbólico-culturales o subjetivas de apropiación, identidad y pertenencia (quedando en segundo plano, pero no excluidas, sus concepciones políticas y económicas) (Haesbaert, 2004/2009).
De modo que “encajar” a los habitantes en un espacio físico, ya sea por iniciativa propia o por empuje del grupo, es mucho más que una curiosidad local. Implica una teoría del ser pueblerino, una política tradicionalista que se obstina en afirmar que tener una identidad es ante todo tener una entidad, ocupar un territorio (García Canclini, 1990).
Es probable que los orígenes y la cosmovisión rural[4] se inscriban en estos gestos. Suponen, tal vez, un retroceso, un residuo, una defensa y/o simplemente algo distinto que el pueblo embandera ante la aparición de algo extraño (nuevo) que pone en peligro la familiaridad del espacio propio y cotidiano. Por lo tanto, la territorialización como matriz de identidad acusa, por inversión, su amenaza: la desterritorialización promovida por la modernidad-mundo y sus redes (Ortiz, 1996/1998).
Frente a la expansión, la dispersión y la fragmentación de los sistemas físicos, económicos, vinculares e imaginarios los pueblerinos eligen reivindicar la vigencia de lo local, tal vez no como algo que se opone sino que coexiste y se interrelaciona con lo global (Ortiz, 1996/1998).
2.¿Cómo nombrar a alguien en el pueblo?
A nivel sintáctico existen dos reglas básicas para referirse a una persona en el pueblo. Ninguna es privativa del pueblo: pueden hallarse con frecuencia en relaciones sociales que impliquen “cercanía”.
La primera es, por supuesto, el apodo. Denominación picaresca que lejos de ser un suplemento del nombre propio es, en este caso, su vaciamiento. La guía de teléfono local no es otra cosa que el ejemplo poético de esta operación: en ella se pueden encontrar, anémicos (esto significa, sin resaltadotes textuales), los apellidos y los nombres de los consumidores del servicio; y, junto a estas marcas jurídicas, radiantes (esto es, en negrita), los apodos correspondientes la mayoría.
La segunda maniobra nominal se utiliza en ausencia del apodo y consiste en anteponer los artículos “el” o “la” al nombre de pila. Asi, hablar de “la” Ana supone un vínculo afectivo y/o un contacto frecuente con una portadora de dicho nombre; en cambio, hablar de Ana a secas señala distancia relacional.
Puede que estas prácticas discursivas sean negligencias gramaticales que fundamenten e inspiren algunas burlas como las registradas en YouTube. Pero apuestan por el reconocimiento, por hacer de los habitante alguien único y exclusivo. En este sentido, son expresiones que absuelven del anonimato al tiempo que condenan a un máximo de individuación. Podría decirse, incluso (exagerando un poco las cosas) que las persona de la localidad adquiere la forma de una obra de arte original – en el sentido benjaminiano del término, y con su aura incluida- en tanto se subraya su presencia singular e irrepetible en el lugar que habita en detrímetro de la seriación y la presencia masiva del hombre (Benjamin, 1936/1989).
Como la lógica de la territorialización pueblerina reflejaba una tensión respecto a la modernidad- mundo y a lo global, por medio de este juego de íconos alusivos a las personas, el pueblo parece discutir, también, con el movimiento de masificación social y el tratamiento estadístico de la población: dostendencias con las que – se estima- las ciudades maniobran desde el advenimiento de la industrialización y su consecuente explosión demográfica.
“Masa” es, así, el nuevo nombre de las multitudes (Williams, 1958/2001); un revoltijo de rostros desconocidos… Pero en el pueblo se vive “juntos pero no revueltos”: se trata de un espacio que nunca deja de ser (en cierta forma) íntimo, donde la mayoría conoce a la mayoría[5], y por esto se vuelve difícil pensar “en los parientes, amigos, vecinos, colegas y conocidos como masas (…). La masa siempre son los otros, aquellos a quienes no conocemos ni podemos conocer” (p. 248)
Esto no significa, sin embargo, que en los grandes conglomerados urbanos los seres se disuelvan en la homogeneidad y el anonimato (Castells, 1973, citado por García Canclini, 1990), que los espacios sociales subjetivantes estén clausurados, o que los procesos de identificación sean incompatibles. Quizás lo que esto esté indicando sea simplemente que las relaciones primarias y domésticas –como condición de posibilidad de identidad- en la ciudad se repliegan cada vez mas al ámbito privado (García Canclini, 1990); ámbito que en el pueblo –posiblemente debido al factor tamaño- también incluye (muchas veces) el espacio público.
3.¿Cómo ir de compras en el pueblo?
Aún en ausencia de hipermercados o sucursales de empresas trasnacionales (excepto, claro, de aquellas que ofrecen productos agropecuarios), no hace falta aclarar que los circuitos mercantiles del pueblo no ocurren al margen del mercado global: llegan (a veces tarde o lento) se venden y se compran objetos masivos de moda; la inflación hace estragos; se exportan granos y los medios de comunicación trasmiten y seducen con sus publicidades… Pero para ir de compras, el pueblerino, no necesita disponer de dinero en efectivo o de tarjetas de crédito: puede sacar “fiado” y en caso de que su deuda se extienda demasiado en el tiempo el comerciante sabrá donde ubicarlo para completar la transacción. Lo que sí va a precisar es de un escondite secreto, porque en el pueblo está prohibido entrar a un negocio con la bolsa de la competencia, por eso es menester ocultarla: una cartera, el baúl del auto, la propia casa o la de un amigo –todo depende del tamaño del producto- pueden ser de gran utilidad.
El fenómeno ya es escandaloso por la sigilocidad, el cálculo y las molestias que exige, pero encima es una costumbre pública y como bien lo ha dicho Gerald Sider “las costumbres hacen cosas (…) están claramente conectadas y enraizadas en las realidades materiales y sociales de la vida y el trabajo, aunque no son sencillamente derivados de dichas realidades ni expresión de las mismas (…). Pueden conservar (entre otras cosas, el) (…) ajuste colectivo de intereses, y expresión colectiva de sentimientos y emociones dentro del terreno y dominio de los coparticipantes en una costumbre” (citado por Thompson, 1979/ 1990, p. 26).
¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Sobre qué fundamentos están edificadas estas costumbres? Sobre intereses económicos, por supuesto. “Fiar” nunca ha dejado de ser una estrategia comercial efectiva al momento de conseguir y mantener clientes; y comprobar que un consumidor adquirió un producto en la tienda rival es suficiente para saber que se perdió un ingreso y que la competencia ganó una batalla…
Pero, además, estas costumbres reflejan una economía fundida a las relaciones interpersonales, a los sentimientos y a los valores: una economía, más al decir de J. Scott (1976) que de E. Thompson (1971/1990), moral.
De este modo las normas de la reciprocidad y el derecho a la subsistencia (Scott, 1976) se insertan en esta comunidad como valores de intercambio. La misma acepción “fiar” significa confiar en alguien (en su honradez, en su sinceridad) sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene (Real Academia Española, 2001)… Y semejante abandono a la fe reclama, como respuesta complementaria, la lealtad y la fidelidad de ese alguien…
En vano se intentará leer estas pautas –tradicionales- de mercado como atentados contra una regulación de precios que se considera injusta, o como premisas para refutar la teoría económica de Adam Smith. En un dilema de herencias[6], el pueblo se queda (casi por inercia) del lado de la globalización. Decide aceptar la potencia que lo empuja hacia el capitalismo, pero suspende, por momentos, el flujo monetario para poder asimilarlo a su manera: aferrándolo a/ transformándolo en materia vincular. En otras palabras, convirtiendo el comercio y el consumo en un terreno que, también, invoca “lo que deben ser las obligaciones recíprocas de los hombres” (Thompson, 1971/1990, p. 232).
En efecto, más que un espesor reaccionario o una oposición entre vicios (monetarios) y virtudes (éticas); la versión lucrativa que ostenta este pueblo demuestra que el dúo economía – moral se articula de maneras distintas (y, otra vez, no necesariamente excluyente) a nivel local y a nivel global. Aquí, diría Adam Smith, “no se trata tanto de separar la moralidad, y la economía, como de adoptar un tipo determinado de moralidad en beneficio de un tipo determinado de economía” (citado por Thompson, 1979/1990, p. 306- 307).
4.¿De qué conversar con los pueblerinos?
A simple vista, cuatro temas hegemonizan la curiosidad y las conversaciones de los lugareños: los embarazos, la información necrológica, las infidelidades y/o “levantes”, y la totalidad comportamental del / los homosexual/es.
Los dos primeros privilegian, apenas, el registro demográfico de la población: sus altas y sus bajas; sin encabezar, por sí solas, mayores intrigas.
Los dos últimos, en cambio, corresponde a lo que (al menos en Argentina) se ha acordado en denominar “puteríos”. Es decir, aquellas proliferaciones discursivas que orbitan alrededor de la promiscuidad y de los “putos”, o, lo que es mas o menos lo mismo, de la sexualidad. Este tipo de comentarios no se confina a los límites del territorio local sino que despotrican (con mayor o menor énfasis) sea contra los habitantes del pueblo sea contra las personalidades de la farándula que aparecen en la TV: pero siempre arremeten contra un tercero.
Por ser estos últimos los que más interés convocan entre los pueblerinos, el siguiente apartado les dedicará mayor atención que a los demás.
Aquí poco nos importará la producción, las modificaciones y el origen de los chismes (suceso visto, confesado o sorprendido clandestinamente) porque “su carácter de acontecimiento originario se eclipsa detrás de la red de distribuciones a la que da lugar” (Pauls, 1986, p. 46), detrás de los mecanismos de control social, de vigilancia y de regulación de conductas a las que apuntala (Jones, 2008).
Parece ser que – como en toda sociedad moderna- allí donde hay sexo debe haber secreto: “el secreto del sexo (…) forma parte de la mecánica misma de las incitaciones: una manera de dar forma a la exigencia de hablar…” (Foucault, 1976/1996, p. 47).
Alan Pauls (1986), en sus páginas sobre la política del chisme, dijo que no existen los secretos para uno mismo, sólo hay secretos para el otro. Y en el chisme, encima, ese otro se desdobla en la figura del receptor (el cómplice) y en la del damnificado (aquel al que el rumor alude o acusa).
En el primer otro (el socio) se revela que la propagación y la circulación de esta clase de chismes ocurre al interior de relaciones sociales de pertenencia donde, se supone, las partes comparten normas de valor parecidas al momento de juzgar e interpretar el comportamiento ajeno. Dicho de otra manera, pronunciar y oír un chisme indica – pero también incita- de modo tácito las normas que sostienen – o que se cree deberían sostener- el emisor, el receptor, y por extensión el resto del grupo del cual forman parte: pues “si piensas igual que el hombre que está junto a ti, estás en lo correcto” (frase de un obrero citada por Hoggart, 1956/1990, p. 89). Para ilustrar con un ejemplo: comentar la infidelidad, relación ocasional o la homosexualidad de alguien es, de algún modo, actualizar la vigencia –entronizar- la fidelidad, el compromiso en la pareja y la heterosexualidad como conductas sexuales adecuadas (Jones, 2008).
La segunda figura del otro, el sujeto del chisme (su protagonista) pero también su objeto (en tanto puede herirlo, perjudicarlo, difamarlo, castigarlo) (Pauls, 1986) pone en evidencia –cuando se involucra a un lugareño- la intensa vigilancia a la que están sometidos los pueblerinos. Evidencia que, además y simultáneamente, trae parasitada una potencia de visibilidad imaginaria aun más fuerte que la que realmente ejerce. Así, y continuando con los planteos de Michel Foucault (1975/1997), tanto el damnificado como los que participan en la comunicación del chisme toman conciencia de una supuesta presencia continua, silenciosa y permanente (discreta) que, dado el reducido tamaño de las relaciones sociales y del territorio físico del pueblo, parece estar doquier, siempre atenta y de la cual, se estima es casi imposible huir:
“El que está sometido a un campo de visibilidad; y que lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo; inscribe en sí mismo las relaciones de poder en la cual juega simultáneamente los dos papeles; se convierte en el principio de su propio sometimiento. Por ello, el poder externo puede aligerar su peso físico; tiende a lo incorpóreo, y cuanto más se acerca a este límite , mas constantes, profundos, adquiridos de una vez y para siempre e incesantemente prolongados serán sus efecto” (Foucault, 1975/1997; p. 206)
A modo de conclusión
Como la Cultura Obrera de Hoggart (1956) también este breve repertorio de usos y costumbres pueblerinas demuestra con qué destreza las actitudes y las tradiciones neutralizan, lentifican o amortiguan la succión a la que parece someternos la modernidad-mundo.
De cierto modo, los patrones culturales de esta localidad contrarían la modalidad de transformación que (al menos aparentemente) postula la mundialización: transformación vertiginosa hecha de acontecimientos y cortes. En su lugar, organiza los cambios en estadios graduales: “elementos antiguos son abandonados y elementos nuevos son desarrollados, en una relación íntima y constante con la configuración preexistente. Si los elementos en desarrollo entran en conflicto con las partes firmemente establecidas de esta configuración, su desarrollo será detenido hasta que las modificaciones permitan retomarlo (…). Dicho de otro modo, el núcleo[7] posee el control sobre los cambios que se le imponen. (Linton, 1973, citado por Ortiz, 1996/1998, p. 46)
Referencias Bibliográficas
html1/01/clip_image001.gif" alt="*" width="13" height="13" />Barthes, R. (1990). “Semiología y urbanismo”, en La aventura semiótica. Barcelona: Paidós (Ed. Org. 1967)
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ight="13">Real Academia Española (2001). Diccionario de la lengua españThompson, E. (1990)mbres en común. Barcelona: Crítica. (Elt;"*" />Ex3" height="13" />Guía de teléfono local de la localidad de Villa Huidobro. %20%20%20
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%20%20[1] Se hace referencia aquí a las telenovelas “Valientes” (Argentina, 200entan el estereotipo del pueblerino.establece%20:%E2%80%9CEl%20domicilio%20legal%20es%20el%20lugar%20donde%20la%20ley%20presume,%20sin%20admitir%20prueba%20en%20contra,%20que%20una%20persona%20reside%20de%20manera%20permanente%20para%20el%20ejercicio%20g=">