El mundo de la literatura a veces guarda tesoros ocultos y absolutamente inesperados. Hasta hace unos meses, Lucía Berlin era una absoluta desconocida, salvo en algunos círculos muy restringidos. Ahora, la edición de una amplia selección de sus cuentos, bajo el título de Manual para mujeres de la limpieza, empieza a hacer justicia con la dedicación literaria de esta mujer cuya vida azarosa fue el mejor material de sus relatos.
Como lector, los cuentos de Berlin me producen dos sensaciones ambivalentes: por un lado no puedo dejar de espantarme de lo sórdido de algunas situaciones que se describen con pelos y señales, pero por otro esta sensación se compensa por la certeza de estar ante una escritora irrepetible, una mujer que es capaz de exponer los errores y aciertos de la propia existencia a través de un lenguaje literariamente impecable y absolutamente accesible. Respecto a su temática, a su falta de pudor a la hora de describir miserias humanas, Berlin recuerda a Thomas Bernhard, aunque sus estilos y sus intenciones sean totalmente diferentes.
Berlin es capaz de establecer las comparaciones más improbables y salir airosa. Posee la capacidad de hacernos reir frente a una situación dramática y reflexionar ante lo que debería producir risa. Todo es consecuencia de la singular vida de la autora - vidas cabría mejor decir - en las que probó todos los ambientes, desde los más pijos a los más miserables, experimentó la desgracia de ser alcohólica, de no saber cuidar a sus hijos, pero también supo salir adelante ante dificultades que hubieran hundido a cualquiera, en gran parte debido a su capacidad de adaptarse a toda clase de oficios. Seguramente se trataba de una mujer tan fuerte y contradictoria cómo nos hace ver su literatura.
Su prologista, Lydia Davis lo expresa muy bien:
"La capacidad de una escritora para plasmar el mundo resulta más evidente aún cuando su mirada abarca lo cotidiano junto a lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza."
Y añade:
"Berlin es implacable, no se anda con contemplaciones, y aun así la brutalidad de la vida siempre queda atenuada por su compasión ante la fragilidad humana, por la inteligencia y la agudeza de esa voz narrativa, y su fino sentido del humor."
Como ya he apuntado, la propia existencia es la materia prima de la gran mayoría de los relatos. A través de ellos - teniendo en cuenta que no nos encontramos ante cuentos autobiográficos, sino ante narraciones que se inspiran sus vivencias - podemos seguir la trayectoria vital de la autora, e intuir qué etapas fueron las más felices y cuáles las más difíciles. Desde luego, las más estremecedores son los dedicados a su alcoholismo, porque destilan una veracidad prácticamente imposible de lograr por quien no haya vivido una experiencia similar:
"A los pacientes les daban Antabus a partir del tercer día. Si bebes alcohol en un margen de setenta y dos horas después de haberlo tomado, te pones a morir. Convulsiones, dolores en el pecho, shock tóxico; incluso puede resultar letal. Los pacientes veían la película del Antabus cada mañana a las nueve y media, antes de la terapia de grupo. Más tarde, en la galería, los hombres calculaban cuándo podrían volver a beber de nuevo."
Al final, aunque sea de manera póstuma, Lucía Berlin ha logrado el reconocimiento casi unánime que se le escapó en vida. Quizá su mejor epitafio sean sus propias palabras, extraídas del relato Volver al hogar:
"La única razón por la que he vivido tanto tiempo es porque fui soltando lastre del pasado. Cierro la puerta a la pena al pesar al remordimiento. Si permito que entren, aunque sea por una rendija de autocompasión, zas, la puerta se abrirá de golpe y una tempestad de dolor me desgarrará el corazón y cegará mis ojos de vergüenza (...)"