La Semana Santa está estratégicamente situada en el calendario, entre la Navidad y el verano, como tabla de salvación vacacional. Lo malo es que no es ni una cosa ni otra. Ni fomenta el consumismo feroz de la Navidad (en el dios dinero muchos encuentran consuelo y no es éste lugar para juzgar a nadie) ni es del todo verano, le falta desde temperatura a canción. Entonces, ¿cómo diablos -con perdón- puede disfrutar de esta semana quien no la considere santa?
En el estómago encontramos una primera respuesta. Es esta una buena temporada gastronómica. El bacalao y su potaje de vigilia o las sopas de ajo son tradicionales. Pero donde llega la eclosión y la auténtica santidad gastronómica es en los dulces. Los buñuelos, los pestiños o las monas de pascua aportarán esa cantidad de azúcar de la que llevamos desprendiéndonos desde el 7 de enero. Y la auténtica reina, la torrija.
De ella, cada abuela tiene una receta con un toque especial, transmitido de generación en generación. Es uno de esos platos que saben diferente en cada familia. Tal manjar que si el placer estuviera prohibido (tampoco demos ideas), habría que conseguirlas de contrabando, como el whisky en la Atlantic City de los años veinte del siglo pasado. Aunque eso supusiera tener a las abuelas en cocinas clandestinas untando pan en leche.
Si la gastronomía no es suficiente, hay más posibilidades para aumentar nuestro bagaje cultural estos días. Con el cine, por ejemplo. Estrenan otra película de Spiderman, pero hablábamos de cultura, no de mero entretenimiento. Y ahí está Ben-Hur. Siempre. Ahí sigue, impasible. Permanece Semana Santa tras Semana Santa en la parrilla, sobreviviendo a directores de RTVE, entrenadores del Madrid, ministros dimisionarios (bueno, de estos menos) o incluso varios papas.
Los años pasan y ahí sigue la interpretación de Charlton Heston. Ben-Hur permanece. La cita anual es este viernes santo en TVE1. Una Semana Santa sin Ben-Hur no es santa ni es nada.
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