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Esta mañana ojeando Facebook, he leído esta historia que publica Portaldelabores.com; me ha gustado mucho porque me siento muy identificada con ella, y seguro que a alguna de vosotras le pasa lo mismo,¿ quien no tiene una madre, abuela, tía... que hace alguna labor, o un potaje, o unas rosquillas, que le salen como a nadie, y que cuando queremos un jersey (por ejemplo) no tenemos más que pedírselo?; pensamos que van a estar a nuestro lado eternamente, pero ... no es así, un día con o sin aviso se van de nuestro lado y se llevan sus labores y sus recetas. Quizá deberíamos pasar unos ratos con ellas y aprender todas esas cosas, seguro que estarán encantadas de ser nuestras profesoras.
En mi país, Italia, el invierno hasta enero ha sido especialmente cálido. En el campo, la escarcha suele hacer su aparición a principios de octubre. Pero a finales de noviembre, aún recogíamos los calabacines, y los girasoles estivales estaban a punto de florecer otra vez. La estufa estuvo apagada hasta principios de diciembre y mi habitación se mantuvo (sin calefacción) a 20º C todo el otoño. ¿Un año fuera de lo común, o deberíamos ir preparándonos para un futuro tropical? ¡Quién sabe! El mundo cambia a un ritmo vertiginoso y, en tal vértigo, es difícil ver nada con claridad. Entre tanto, mis jerséis aún siguen guardados en fundas de plástico, en el armario del sótano. A veces, abro las puertas y suspiro. Los echo de menos; echo de menos el frío, aquella época en la que las estaciones se sucedían en toda su diversidad. Mis suéteres no son prendas cualesquiera. La mayoría están hechos a mano y cada uno tiene su historia. Mi abuela hacía punto, y mi madre era una auténtica campeona. Siempre que yo cumplía una cifra redonda (los 30, los 40, los 50), me hacía un jersey cada vez más elaborado y sorprendente. ¡Cuánto lamento que no me enseñara el arte de la costura! Siempre pensé que ya lo aprendería, que habría tiempo, ya que vengo de una familia particularmente longeva. No obstante, con solo 70 años, mi madre enfermó de gravedad. Cuando ya no podía moverse de la cama, compré agujas y lana, y me senté a su lado para que me guiase: un punto del derecho y otro del revés, uno del derecho y otro del revés... Por desgracia, la enfermedad se la llevó antes de que yo pudiese alcanzar la conflictiva frontera de las mangas. En este mundo, en el que todo viene producido en serie, donde todo es intercambiable y el único valor reconocido es el del dinero, ¿qué importancia puede tener lo que se trabaja humildemente con las manos? Estoy convencida de que, en tiempos de crisis y agitación, hacer cosas con las manos, poniendo en juego nuestra creatividad, es una forma de resistencia. Plantamos cara a la uniformización, al aplastamiento; nos rebelamos contra el consumismo que nos consume y luego nos tira a la basura. Aprender manualidades, y enseñarlas a nuestros hijos, es una manera de devolver al centro de nuestros días la innegable singularidad de la persona y la importancia de la memoria. Empleamos nuestro tiempo, paciencia y habilidad en transmitir un regalo; un regalo que será algo único, pues seguirá hablando de nosotros, de nuestra relación, incluso cuando ya no estemos aquí. Cuando me pongo uno de los jerséis de mi madre, es como si ella aún estuviera conmigo. ¿Acaso podría decir lo mismo si, en lugar de haber invertido largas tardes en hacer punto, me lo hubiera comprado en un centro comercial, tras escogerlo entre miles de prendas desparramadas por el mostrador?
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