Revista Política
Se ha escrito mucho acerca del famoso debate entre Thomas Jefferson y Alexander Hamilton sobre la constitucionalidad del primer banco central de Estados Unidos, el Banco de Estados Unidos (BUS, por sus siglas en inglés). Fue cuando Jefferson, como secretario de estado, enunció su visión “construccionista estricta” de la Constitución, alegando ante el Presidente George Washington que como un banco central no era uno de los poderes específicamente delegados por los estados al gobierno central y como la idea fue rechazada explícitamente por la convención constitucional, dicho banco central es inconstitucional.
Es conocido que el Secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, respondió inventando la noción de “implícito” en oposición a los poderes enumerados de la Constitución.
George Washington aprobó la legislación creando el BUS no por la fortaleza del argumento de Hamilton, sino por un turbio acuerdo político. La capital de la nación se iba a trasladar de Nueva York a Virginia y Washington quería que la frontera del nuevo Distrito de Columbia colindara con su propiedad en Mount Vernon. A cambio de reubicar la frontera del distrito, Washington firmó la legislación federalista que creaba el BUS.
El primer banco central de Estados Unidos fue fruto de un acuerdo político corrupto, pero ese acto concreto de corrupción política palidece en comparación con lo que Hamilton y los federalistas tenían realmente en mente. Como escribió Murray Rothbard en The Mystery of Banking (p. 192), Hamilton y sus colegas políticos, especialmente el contratista de defensa y congresista de Filadelfia Robert Morris, querían
“reimponer en los nuevos Estados Unidos un sistema de mercantilismo y gran gobierno similar al de Gran Bretaña, contra el que se habían rebelado los colonos. El objetivo era tener un gobierno central fuerte, especialmente un presidente fuerte o rey como jefe del ejecutivo, sostenido con altos impuestos y una gran deuda pública”.
Una parte especialmente importante de lo que Rothbard llamó “la trama Morris” era “organizar y encabezar un banco central para proporcionar crédito barato y expandir la moneda en su beneficio y el de sus aliados”.
Hamilton fue el que movió maquiavélicamente los hilos por Morris en la administración Washington. Como explicaba Douglas Adair, un editor de los Papeles Federalistas, “con taimada brillantez, Hamilton dispuso, mediante un programa de legislación interesada, unir los intereses propios de la costa este en un partido de administración cohesiva, y al mismo tiempo intentó que el ejecutivo dominara por encima del Congreso con un uso generoso del sistema de expolio. Al desarrollar su plan (…) Hamilton transformó cada transacción financiera del Departamento del Tesoro en una orgía de especulación y corrupción en la que participaban senadores, y congresistas electos y algunos de los electores más ricos de toda la nación”.
De lo que habla aquí Adair es de cómo Hamilton emprendió la nacionalización de la antigua deuda gubernamental. Se emitió nueva deuda pública y la deuda antigua se reembolsó por su valor nominal. Este plan “inmediatamente fue de dominio público en la ciudad de Nueva York”, escribió John Steele Gordon en Hamilton’s Blessing (p. 25), “pero las noticias sobre él sólo se divulgaron lentamente, vía transporte a caballo y barco, al resto del país”. Así que se creó una tremenda oportunidad de arbitraje para los que conocían los entresijos políticos de Nueva York y Filadelfia, como Robert Morris y sus socios en los negocios. Fue el primer ejemplo en la historia de EEUU de información política privilegiada.
Los privilegiados, incluyendo muchos miembros del Congreso, inmediatamente se pusieron en acción para comprar tanto bonos públicos antiguos como pudieron a incautos veteranos de la Guerra Independencia por un mero 2% del valor de paridad. Tal y como describió la situación el historiador Claude Bowers en su libro Jefferson and Hamilton, “expresos con enormes cantidades de dinero en ruta hacia Carolina del Norte para especular (…) se abrían paso sobre los terribles caminos invernales (…). Dos barcos de vela rápidos, fletados por un miembro del Congreso (…) surcaban las aguas hacia el sur con una misión similar” (p. 47).
Entre los hombres que se convirtieron instantáneamente en millonarios estaban “importantes miembros del Congreso que sabían de la provisión para la redención del papel [por su valor nominal]”, escribe Bowers (p. 48).
Al ver este robo, el enemigo político de Hamilton, Thomas Jefferson, entendió que Hamilton estaba creando intencionadamente un sistema de corrupción institucionalizada con el fin de comprar el apoyo político en el Congreso para el programa mercantilista e imperialista de gran gobierno de su partido, el mismo tipo de sistema político al que los colonos habían declarado la guerra. En un ensayo del 4 de febrero de 1818 (en Thomas Jefferson: Writings, pp. 661–696), escrito mucho después de la muerte de Hamilton en 1804, Jefferson recordaba lo que tramaba Hamilton: “El sistema financiero de Hamilton tenía dos objetivos: 1º como truco para excluir la comprensión y la investigación popular. 2º, como una máquina para la corrupción del legislativo” (énfasis añadido).
En relación con este último “objetivo”, Jefferson explicaba que Hamilton “tenía la opinión de que el hombre sólo podía ser gobernado por uno de dos motivos, la fuerza o el interés: en este país, observaba, la fuerza está fuera de lugar [nota: esto paso antes de Lincoln] y por tanto debían sostenerse los intereses de los miembros [del Congreso], para mantener la armonía entre el legislativo y el ejecutivo. Y debe reconocerse con dolor y vergüenza que su máquina no dejó de tener efecto. (…) Algunos miembros [del Congreso] resultaron ser tan sórdidos como para anteponer sus intereses a su tarea, y buscar su bien personal frente al público”.
Luego Jefferson describía la misma escena mencionada antes en la cita de Claude Bowers:
“La trama empezó. Correos y caballos de posta por tierra y barcos rápidos por mar volaban en todas direcciones. Se asociaron y contrataron socios y agentes activos en cada estado, pueblo y barrio del país y este papel se compró a un 5% e incluso tan bajo como al 2% por libra, antes de que el tenedor supiera que el Congreso ya había previsto su redención a la par. Así se robaron inmensas sumas a los pobres e ignorantes”. “Los hombres así enriquecidos por la destreza de un líder [Hamilton]”, escribía Jefferson, “seguirían, por supuesto, al jefe que les llevaba a la fortuna y así se convirtieron en files instrumentos de todas sus empresas [políticas]”.
Pero el poder político creado por esa corrupción fue sólo temporal, dijo Jefferson. “Se perdería con la pérdida [es decir, la retirada o la muerte] de los miembros individuales [del Congreso] a los que había enriquecido”. Por tanto, razonaba Jefferson, “Debía crearse alguna máquina de influencia más permanente”. Esta máquina permanente de corrupción, decía Jefferson, “fue el Banco de los EEUU”. Un banco central, una vez establecido, sería muy difícil de destruir y se convertiría inevitablemente en una fuente permanente de financiación para el soborno y la manipulación política. Qué premonitorio.
Jefferson concluía que “Hamilton no sólo era un monárquico, sino que defendía una monarquía basada en la corrupción”, siendo un banco central la pieza central del régimen corrupto. Llegaba a esta conclusión basándose en la observación del comportamiento de Hamilton como Secretario del Tesoro, así como una conversación personal en la que participaron Hamilton, el Secretario de Guerra Henry Knox, el Presidente John Adams, el Fiscal General Edmund Randolph y él mismo en 1791, el año en que se creó el BUS.
Jefferson recordaba cómo el Presidente John Adams dijo de la constitución británica: “purgue esa constitución de su corrupción y dé a su rama popular igualdad de representación y será la constitución más perfecta jamás ideada por la mente del hombre”, a lo que repuso Hamilton, “Púrguela de su corrupción y dé a su rama popular igualdad de representación y habrá un gobierno impracticable; tal y como está, con todos sus supuestos defectos, es el gobierno más perfecto que jamás haya existido”.
Hamilton estaba “tan embrujado y pervertido por el ejemplo británico”, escribía Jefferson, “como para estar convencido de que la corrupción era esencial para el gobierno de una nación” (p. 671). Hamilton consideraba a “su” banco, el Banco de Estados Unidos, como algo absolutamente esencial para su versión americanizada del “gobierno más perfecto que jamás haya existido”.
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