Continuación...
Los maquis: unos hombres que intentaban recuperar lo perdido tras la derrota del 39.El caso es que en sus inicios la brigada contaba con cincuenta hombres. Habían partido de Esterenzubi y entraron por Roncesvalles. Varios días de caminata, fatigados, exhaustos, desorientados muchas veces por causa de la niebla, de la lluvia o de la nieve, ateridos de miedo y de frío, los pies destrozados dentro de las botas, las uñas partidas, sangre en los dedos. Muchas veces, al sacarse los calcetines, notaban al tirar la sangre reseca mezclada con el sudor. Y siempre con la amenaza de que en cualquier momento les podían volar la cabeza… Con las nevadas había que tener especial precaución. Si les pillaba camino de su refugio, generalmente abrigos naturales o cuevas, tenían que aguantarse y no moverse de donde les cogiera, aunque no tuvieran comida. Y pasar un tiempo allí donde hubiera nevado, sin moverse apenas, hasta que la nieve se deshacía: no debían dejar huellas de su paso. La cacería hubiera sido demasiado fácil. -Por eso estaba prohibido encender fuego o fumar y había que tener mucha precaución cuando te bajabas los pantalones para hacer tus necesidades. Un hombre es esas circunstancias era un blanco fácil. Y no hay cosa más absurda en esta vida que te maten cuando estás cagando-. Eso comentaba Goñi, un testigo que logró sobrevivir. Tras mantener un duro combate en Izalzu, en el Portillo de Lasa, lograron abatir dos policías y a un guardia civil. Perdieron también algunos hombres. Luego el grupo se dividió en dos. El más numeroso se perdió por Abaurrea Alta y acabó pasando a Francia. El menos numeroso se situaba cerca de Navascués… -Malditos fascistas. Pronto llegará la ayuda de Francia. -Les vamos a dar a estos para el pelo. Hay que tener paciencia. La esperanza es lo último que se pierde. El consuelo de los perdedores. Gente valiente y entusiasta, convencida de que la victoria era solo cuestión de tiempo. -Cuando todo acabe, voy a establecerme por mi cuenta. Ya se lo he dicho a Iranzu, mi novia. La pobre no se lo cree y no hace más que llorar. Tiene miedo de que todo acabe mal y de que terminen levantándome la tapa de los sesos. La pobre está sufriendo mucho con todo esto. Pero no hay cuidado. Ya lo tengo pensado. Un prado, unas vacas y un par de mulas. Y a empezar de nuevo.
Decía Gayarre. Y cuando lo decía, un brillo especial iluminaba su mirada.
El guerrillero se siente vacío por dentro. La guerra se lo llevó todo, un vendaval terrible que le arrancó lo que más quería: sus padres, su trabajo, sus amigos, su casa de la niñez… Solo la idea de empezar de nuevo junto a su compañera, le da energías para seguir vivo, en la brecha, por dura que fuese… Pero la ayuda no llegó. ¿Dónde está la línea que separa el optimismo de la desilusión? ¿Dónde la frontera entre la esperanza y la cruda realidad? Es una línea delicada, sutil y quebradiza. No hay espacio intermedio. Un buen día, llega la noticia que menos se espera. Esa que nadie quiere oír. Y, tras la sorpresa inicial, el desánimo se hace un hueco en el corazón de los hombres y se adueña de todos, como una epidemia. -De Gaulle no da un paso adelante. No piensa prestar ayuda. Parece que se olvidó de lo que hicimos allí para echar a los nazis. Es el final. Gestos de abatimiento. Semblantes serios. Un mazazo tremendo. Y unos hombres que finalmente tuvieron que abandonar el refugio antes de que diera el enemigo con ellos. Tras un par de escaramuzas, algunos de la brigada cayeron, otros fueron hechos prisioneros. La mayoría, con las municiones agotadas y la moral por los suelos, acabaría retornando a Francia. Eso sí, con el convencimiento, de que ya no habría ayuda para su causa. Los menos, seguían resistiendo. Sabían que ya nada había que hacer, pero era una cuestión de dignidad. Ibarrola se quedó solo en aquella choza. Habían caído casi todos sus compañeros. Aún así, no quiso irse con lo que quedaba de su diezmada brigada. Prefería luchar hasta el final. Por eso no le extrañó aquella noche la patada en la puerta, ni cuando, al ir a echar mano al fusil que colgaba del respaldo de la silla, los dos guardias civiles que irrumpieron violentamente, nerviosos y vociferantes, le apuntaron con sus armas: -Ni lo intentes, cabrón, que te mato aquí mismo. Ahora sí que estaba todo perdido. La guerra había llegado irremediablemente a su fin. Al menos para él.