Revista Cine

Mar de agosto - cap. 19

Por Teresac
(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. Una noche, después de una pesadilla, se encuentra al loco de la playa espiándola desde su patio. Al día siguiente, la hija de Ana desaparece de su habitación. La buscan por todo el pueblo y en la playa, hasta que Cheíño les dice que el fantasma se la puede haber llevado a la cueva bajo Santa Lucía.)
MAR DE AGOSTO - CAP. 19– XIX –  El camino que bajaba a la orilla desde la casa de Ana, era más empinado, estrecho y resbaladizo de lo que recordaba. Habíamos cruzado de nuevo el pueblo en el coche de Antón, a toda velocidad, sin avisar a los que seguían buscando en la playa, por si lo que nos había dicho Cheiño no era exacto o lo habíamos entendido mal. Sin embargo, los tres teníamos la corazonada de que era bajo el acantilado de Santa Lucía donde ahora se escondía el secuestrador, con Sarai.Una brisa salobre nos envolvió cuando al fin pisamos las rocas de la orilla. De golpe vinieron a mi memoria recuerdos de mi infancia, me vi como una niña pequeña, con sandalias de goma, caminando entre las rocas, recogiendo mejillones y minchas, escarbando para encontrar alguna almeja, nadando hasta los botes amarrados cerca de la orilla y subiendo a alguno para utilizarlo de trampolín.–Muchas veces he oído hablar de las cuevas, pero no sé dónde están.–Al norte –dijo Antón, sujetando a Ana que había patinado al pisar una roca cubierta de algas–. Más allá de la capilla.Levanté la vista y allá arriba del empinado acantilado, pude ver el blanco campanario de la iglesia de Santa Lucía.–Cuando la marea sube no se puede llegar hasta la cueva grande –dijo Ana, intentando apurar el paso por aquella costa imposible plagada de piedrecillas, conchas y rocas resbaladizas.El día era soleado y las gaviotas chillaban en lo alto, mientras el mar reflejaba el cielo luminoso. Sin embargo yo sentía frío al notar que el miedo nos tenía atenazados a los tres y mientras esforzábamos la mirada a nuestro alrededor, buscando una pista, algo que nos dijera que íbamos en el buen camino, las palabras de ánimo y esperanza ya no lograban salir de nuestros labios.–La cueva –anunció Antón y entonces vi, aún a lo lejos, la depresión en el acantilado donde se abría lo que me pareció la oscura boca del infierno.–Tenemos poco tiempo –jadeó Ana, sin aliento, la marea estaba subiendo y cada ola se acercaba más a la pared de piedra, pronto sería imposible llegar a pie hasta aquella zona.–Esperad aquí, iré yo –Antón echó a correr por la orilla y desapareció en el interior de la cueva antes de que las dos reaccionáramos al tiempo, y saliéramos de inmediato detrás de él.Había que agacharse un poco para entrar, pero después de unos pasos, el techo se elevaba y pudimos caminar erguidas. Delante de nosotras escuchábamos los pasos cautos y la respiración contenida de Antón. Adentro estaba muy oscuro, nuestras pupilas tardaron en adaptarse tras haber estado expuestas al intenso sol de agosto. Tuvimos que detenernos un momento pero en cuanto nos acostumbramos a aquella penumbra y comenzamos a ver el contorno de la caverna rocosa, reanudamos la marcha.–Os dije que esperarais fuera –siseó Antón, sobresaltándonos.–¿Qué es eso? –Ana tomó el pequeño jirón de tela que Antón le entregaba, un suave tejido de algodón estampado con flores lilas– Es del pijama de Sarai –confirmó con un sollozo contenido.–Más adelante hay un pasadizo muy estrecho y bajo, es peligroso, así que ahora os vais a quedar aquí, va en serio, y si tardo en volver ... –Antón se detuvo y me miró, su mano grande me acarició el hombro–. ¿Tienes tu móvil? –asentí con la cabeza– Quizá sería mejor que vayas pidiendo ayuda.

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