Revista Cine

Mar de agosto - cap. 22

Por Teresac
(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. Una noche, después de una pesadilla, se encuentra al loco de la playa espiándola desde su patio. Al día siguiente, la hija de Ana desaparece de su habitación. La buscan por todo el pueblo y en la playa, hasta que Cheíño les dice que el fantasma se la puede haber llevado a la cueva bajo Santa Lucía. Allí localizan a la niña y son atacados por el secuestrador, que huye. En el hospital, Antón logra por fin que Marta y Ana le cuenten su historia.)MAR DE AGOSTO - CAP. 22


– XXII – –Aún no sé cómo no nos matamos bajando aquellas malditas escaleras a toda velocidad –dijo Ana, sus ojos oscuros miraban a la pared sin verla. En ese momento las dos habíamos vuelto a aquella noche, a la playa, y al terror de sentirnos perseguidas por el padre de nuestro compañero de colegio, el hombre que nos acosaba intentando comprar nuestras atenciones y nuestro silencio por medio de dinero y chucherías.–En el puerto habían comenzado a lanzar los fuegos de artificio, ¿recuerdas? –le dije, pero por supuesto, ella lo recordaba tan bien como yo– Gracias a su luz conseguimos bajar hasta la playa y corrimos hasta las ruinas de la fábrica de salazón. Allí nos escondimos, agachadas en un rincón, conteniendo el aliento.–Pero nos encontró, las mismas luces que antes nos habían ayudado, nos delataron en cuanto él entró en la vieja fábrica.–De nuevo corrimos, pero ya no había hacia dónde. La marea estaba subiendo y la única forma de entrar y salir de la playa en aquel entonces eran las escaleras, pero para eso teníamos que volver por donde habíamos venido. Esperamos a que nos alcanzara y, en el último momento, nos separamos para escapar cada una por un lado y desconcertarlo. Yo no fui suficientemente rápida y me sujetó por el codo. Grité y Ana volvió sobre sus pasos.–Estaba furiosa –recordó mi amiga–. Aquel hombre llevaba meses asustándonos y decidí que ya era suficiente, que entre las dos podríamos con él, así que salté hacia delante y le empujé con todas mis fuerzas...–Y yo le puse un pie detrás. Entre las dos lo hicimos caer...–¿Y? –preguntó Antón cuando vio que ambas nos deteníamos, conteniendo el aliento.–Se golpeó la cabeza con una roca al caer y quedó sin sentido. No sabíamos si estaba muerto y no nos atrevimos a comprobarlo. Corrimos de nuevo hacia las ruinas. Al entrar Ana metió el pie en un agujero en el suelo y se torció el tobillo –me puse en pie y caminé por la habitación,. Tener que contar todo aquello estaba resultando tan doloroso como lo había imaginado.–No podía caminar, así que nos acurrucamos en el rincón más oscuro de la vieja fábrica y allí permanecimos abrazadas, sin saber qué nos daba más miedo: que él volviera a por nosotras o que estuviera muerto.–En algún momento de la noche nos dormimos, y allí nos encontraron al amanecer. El cadáver no apareció hasta la noche siguiente, las mareas vivas de agosto se lo habían llevado y después volvieron a dejarlo sobre la arena de la playa.Antón cerró los ojos con una mueca dolorida, no supe distinguir si era por su cabeza o por todo lo que le habíamos contado. Durante larguísimos minutos nadie dijo nada, y al final apareció Xan en la puerta, anunciando que Sarai había despertado. Ana se fue corriendo para estar con su hija, seguida por su marido.–Te dejo para que descanses –le dije a Antón, apoyando una mano en su hombro.–Marta –me sujetó por la mano al tiempo que abría los ojos, mirándome con infinito cariño–. No fue culpa vuestra. Se ahogó, no murió del golpe.–Lo dejamos allí, en la orilla, inconsciente –tragué saliva, logrando contener a duras penas las lágrimas–. Lo matamos, Antón. Y lo peor es que lo que está ocurriendo también es culpa nuestra. Andrés hace lo mismo que nosotros hicimos entonces, deja a las niñas dormidas a la orilla del mar, para que la marea se las lleve, como se llevó a su padre.

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