Revista Cine

Mar de agosto - cap. 23

Por Teresac

(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. Una noche, después de una pesadilla, se encuentra al loco de la playa espiándola desde su patio. Al día siguiente, la hija de Ana desaparece de su habitación. La buscan por todo el pueblo y en la playa, hasta que Cheíño les dice que el fantasma se la puede haber llevado a la cueva bajo Santa Lucía. Allí localizan a la niña y son atacados por el secuestrador, que huye. En el hospital, Antón logra por fin que Marta y Ana le cuenten su historia)MAR DE AGOSTO - CAP. 23- XXIII –Estaba sentada en un banco del puerto, frente a la pastelería, mirando envidiosa a la gente que salía comiendo helados. No tenía un duro en el bolsillo y con aquel calor hubiera vendido a mi madre por un simple polo de limón. Balanceé mis cortas piernas que no llegaban al suelo, observando la cicatriz en la rodilla que me picaba cuando estaba mucho rato al sol, y en ese momento alguien se acercó, cubriéndome con su sombra ominosa. –¿Qué haces aquí tan sola, preciosa, dónde estarán tus amiguitas?La garganta se me secó de golpe, y esta vez no fue por el calor. No tuve que levantar la vista para saber que era el padre de Andrés el que me hablaba. Otra vez me había pillado sola.–Ahora vienen –conseguí contestar.–Hace mucho calor hoy, ¿no te gustaría un helado? –su voz era pastosa, como si estuviera comiendo algo pegajoso. Le miré de reojo. Su boca abierta, húmeda, me resultaba repulsiva, sus ojos dilatados recorrían mi menudo cuerpo con fruición.Me pareció que la temperatura bajaba varios grados de golpe. El miedo, aprendí aquel día, puede enfriar el sol.–Yo... ¡Allí vienen! –di un salto y corrí hacia el grupo que se acercaba. Al frente venía Ana, sacudiendo su larga melena enredada y bromeando con Tomás. Detrás, como un triste perrillo faldero, venía Andrés, de la mano le colgaba su otro apéndice, la bolsa de malla llena de canicas de colores.No pude llegar hasta ellos, corrí y corrí, y de repente estaba en la playa otra vez, y era de noche, y mis pies se enredaban en la arena y las algas secas. Una mano me sujetó y me debatí contra ella. Ana me decía “¿nos matará?”. Quise contestar que no, pero la voz no salía de mi boca. De nuevo manos que me sujetaban y yo corría, con los labios abiertos, la garganta ardiendo del esfuerzo y aún así no conseguía gritar.–Marta, Marta –la voz de Antón, dulce consoladora, sus brazos envolviéndome–. Es una pesadilla, tranquila, ya pasó.Me dejé consolar como una niña, como aquella niña de mis sueños, la que había tenido que vivir una terrible experiencia que no se merecía.Mucho más tarde, sentados en la sala ante dos tazas de café, le fui contando de nuevo a Antón todos mis recuerdos de aquella época. Era como si hubiera abierto las puertas de un embalse, y ahora mi dolor se derramaba a nuestro alrededor, envolviéndonos en su pútrido aliento. Pero Antón era el aire fresco, era mi caballero andante que venía a rescatarme de las garras del temible dragón de los remordimientos. Aquella mañana al salir del hospital, mi amiga y su hija habían sido convencidas, sin mucho esfuerzo, por los padres de Ana para que pasaran unos días en su casa. El miedo a que el secuestrador volviera por la niña había hecho que Ana aceptase, dejándome sin lugar donde refugiarme. Pero allí estaba Antón, y esta vez me aseguró que no le valían excusas sobre los chismes que iban a correr por el pueblo cuando se supiese que estaba viviendo en su casa.–¿Por qué se no contaste a nadie? –me preguntó, tratando de entender los hechos ocurridos veinte años atrás–. A tu madre... A algún profesor...–Pensaba que no me creerían –acomodada en el sofá, recogí los pies descalzos y me los froté pensativa–. Era un adulto, el padre de un compañero, ¿cómo iba ir yo a decirles que me estaba acosando? “Acosando” entonces ni siquiera conocíamos esa palabra.–Tienes razón –Antón dejó su taza sobre la mesita y se pasó una mano por sus alborotados cabellos dorados, tocándose con cuidado el vendaje de la nuca–. Quién iba a decir que el padre de Andrés era un ... ¿cómo se dice? ¿pedófilo? ¿pederasta? –negué con la cabeza, abatida, pero él se acercó y me sujetó la barbilla con dos dedos, obligándome a mirarle a los ojos– Da igual, un cabrón hijo de puta es lo que era, y tú no tienes culpa de nada. Solo eras una niña. Preciosa, sí, bien me acuerdo –me sonrió con tanta dulzura que noté que el peso de mi corazón al fin comenzaba a aligerarse–. El no tenía que haberse acercado a ti nunca, por Dios, una compañera de su propio hijo. ¿Cuántos años tenías? ¿Once, doce? Menudo animal –Antón me rodeó de nuevo con sus brazos fuertes, cálidos, haciéndome sentir protegida, casi invulnerable–. No soñarás más con él, ¿me oyes? Te lo prohibo –reí bajito con la cara apoyada en el hueco de su cuello–. No es que yo sea muy creyente, ya sabes, pero estoy seguro de que una bestia de ese calibre tiene que estar ardiendo en el infierno, y de allí no ha vuelto nunca nadie, ¿no?No. Solo en mis pesadillas.

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