Revista Cine

Mar de agosto - cap. 27

Por Teresac

(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. La hija de Ana desaparece de su casa y al ir a rescatarla, son atacados por el secuestrador, que huye. En el hospital, Antón logra por fin que Marta y Ana le cuenten que indirectamente causaron la muerte del padre de Andrés, al huir de su acoso. El resto del mes transcurre con normalidad, hasta llegar las grandes fiestas del pueblo. A la noche, Marta y Ana acuden a la playa para hacer frente al secuestrador de niñas. Mientras Marta habla por teléfono, Andrés el Canicas consigue atrapar a Ana y dormirla, antes de enfrentarse a Marta y confesarle que ellas no mataron a su padre, que él lo vio todo y no hizo nada por salvarlo.)MAR DE AGOSTO - CAP. 27


– XXVII –  

El tiempo se detuvo durante unos interminables segundos. La oscuridad del pinar desaparecía por momentos bajo las intensas luces que destellaban en el cielo, envolviéndonos con su acre olor a pólvora. Bajé la vista para mirar a Ana, tendida sobre un lecho de secas agujas de pino y me pareció que se movía, sus párpados se agitaron como alas de mariposa. Luego volví a mirar a Andrés, a su rostro en sombras bajo la gorra de visera. Quise decir algo que penetrase su locura, apaciguándolo. Algo convincente, sensato, conciliador. Pero las palabras me rehuían y mi garganta estaba seca y rasposa como papel de lija.Andrés dio un paso hacia mí y sacó un pañuelo blanco del bolsillo. Me asusté. Mis traicioneros pies se movieron como con vida propia y trastabillé al introducir el talón en un agujero en la arena. Sin pensarlo dos veces, introduje la mano en el bolsillo y pulsé el botón de rellamada. Contaba con que el sonido de los fuegos de artificio apagará la voz de Antón al contestarme. Pero no calculé que la luz del móvil se podía ver a través del fino lino de mis pantalones.–¿Qué es eso? –Andrés avanzó hacia mi, saltando por encima del cuerpo tendido de Ana– ¿Qué has hecho?–¡Estamos en la playa! –grité, sacándome el teléfono del bolsillo, visto que era inútil tratar de engañarle. Canicas se abalanzó sobre mí a más velocidad de la que nunca pensé que pudiera alcanzar, y me arrancó el aparato de un manotazo. Con un solo impulso lo lanzó hacia el mar. Un resplandor blanco–azulado iluminó el momento en que se introducía en el agua.–¡Antes me entendías! –me gritó Andrés, cogiéndome por los hombros y sacudiéndome– ¡Eras la única que me escuchaba! ¡Mi única amiga!–Han pasado veinte años, Andrés –alegué, casi sin aliento.–Yo te protegí, nunca dije lo que había ocurrido, nadie lo supo nunca.El pañuelo que aún sostenía en la mano tenía un fuerte olor a medicina que comenzaba a marearme. Supuse que era el cloroformo con que había dormido a Ana.–No matamos a tu padre –le escupí a la cara. Veinte años creyendo una mentira, sufriendo por ella. Pero ahora lo tenía claro –. ¡Tú le mataste! ¡Tú le abandonaste para que se lo llevara la marea!Con toda la fuerza que pude reunir le empujé, liberándome de sus garras, y eché a correr hacia las escaleras, alejándole de mi amiga inconsciente. Sus piernas largas le ayudaron a recuperar la ventaja que le llevaba y, antes de poner el pie sobre el primer peldaño, consiguió agarrarme por la cintura. Con las dos manos me sujeté de la barandilla metálica y luché por deshacerme de su abrazo, pero era más fuerte que yo y tiró de mi hacia atrás con tal ímpetu que caí, golpeándome el pecho contra el primer escalón. Un fuego ardiente me atravesó los pulmones y boqueé tratando de respirar. Andrés me agarró por el pelo y me obligó a levantarme. Aún sin aliento, forcejeé ciegamente hasta que me dejó caer. Esta vez me golpeé la mandíbula contra la barandilla y la boca se me llenó con el sabor metálico de la sangre. No sabía si me había roto el labio o algún diente. Con mis últimas fuerzas, me sujeté de nuevo a la barandilla y traté de ponerme en pie. La mano de Andrés, como una tenaza, se cerró sobre mi antebrazo derecho, obligándome a mirarle. Una nueva explosión de luz inundó el cielo y por la expresión de dolorido asombro que puso, pude imaginar mi aspecto, con los ojos llenos de lágrimas y la boca ensangrentada.–Yo no quería hacerte daño –balbuceó–. Nunca... nunca fue mi intención.

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