(Marta regresa a Castromar, su pueblo natal, para pasar sus vacaciones de verano. Allí se reencuentra con sus amigos de la infancia, Ana y Tomás, y su primer amor, Antón. La estancia que esperaba tranquila e idílica se ve trastornada por un loco que rapta niñas para luego abandonarlas en la playa del pueblo, esperando que se ahoguen. Marta y Ana guardan un terrible secreto de su infancia, relacionado con la muerte del padre de Andrés el Canicas, un compañero de colegio, que se temen pueda estar detrás de esos secuestros. Marta y Antón inician una relación que siempre han tenido pendiente. La hija de Ana desaparece de su casa y al ir a rescatarla, son atacados por el secuestrador, que huye. En el hospital, Antón logra por fin que Marta y Ana le cuenten que indirectamente causaron la muerte del padre de Andrés, al huir de su acoso. El resto del mes transcurre con normalidad, hasta llegar las grandes fiestas del pueblo. A la noche, Marta y Ana acuden a la playa para hacer frente al secuestrador de niñas. Mientras Marta habla por teléfono, Andrés el Canicas consigue atrapar a Ana y dormirla, antes de enfrentarse a Marta y confesarle que ellas no mataron a su padre, que él lo vio todo y no hizo nada por salvarlo. Ana se enfrenta a él, que la ataca furioso, para luego arrepentirse. Entre las dos amigas consiguen reducirlo antes de que lleguen en su ayuda. En el hospital aparece la madre de Marta muy preocupada, tratando de convencer a su hija para llevársela a casa. Antón le propone terminar sus vacaciones en el pueblo.)– XXX – Estaba en la cocina, de pie, bebiendo el zumo de naranja que Antón me había dejado sobre la mesa antes de irse a trabajar. El calendario pegado junto a la nevera anunciaba que era viernes 30 de agosto. El lunes tenía que volver al trabajo, así pues era hora de empezar a recoger los pedazos de mi vida desperdigados por el piso y meterlos en la maleta. Visualicé mi pequeño piso en la ciudad, aquel lugar al que llamaba hogar desde hacía un par de años, con mis libros, mis antiguas películas en blanco y negro, ahora en versión digital, la coqueta cocina de diseño con su barra de desayuno y una silla, una sola, tipo bar. Esperaba notar cierta sensación de añoranza y deseo de volver a rodearme de mis objetos personales, como aquella vez en que viajé con Roberto al Caribe, y a los cuatro días odiaba aquel calor que me inundaba de una pereza infinita, de tal manera que la vuelta a casa fue un placer mucho mayor que aquellas vacaciones tan mal aprovechadas.El pequeño armario del cuarto de baño había sido totalmente invadido por mis productos de belleza, así que empecé por ahí a recoger mis cosas. Mientras iba introduciendo cremas y peines en mi alegre neceser floreado, sentía cómo mi ánimo se iba apagando, como una vela que ha consumido toda la cera y apenas da luz. Levanté la cara para ver mi imagen reflejada en el espejo y sorprendí una lágrima inesperada que me corría por la mejilla.A media mañana me fui a la casa de Ana para tomar un café con ella. Asomadas a la terraza, mirando el mar azul tan quieto que parecía que se podría caminar sobre él, las dos bebíamos de nuestras tazas con pocas ganas de hablar. –Sarai está en casa de sus abuelos. No sé si te dije que Rafa, el hermano de Xan, se vuelve mañana a Tenerife. Lleva un año trabajando allí, y dice que le va muy bien.Asentí, mientras dejaba mi taza de café sobre la mesita. Recordaba bien al cuñado de Ana, un muchacho delgado y moreno, poco dado al estudio y mucho a las juergas. La puerta de la calle se abrió de repente y Sarai entró corriendo, hipando entre sollozos, tras ella llegaba Xan.–Papá se va con el tío –anunció la niña–. Se va a Tenerife, y nunca lo volveremos a ver.Sarai, a pesar de sus doce años cumplidos, se sentó en el regazo de su madre y escondió la cara en su pecho. Ana miró a su marido, parado en la puerta, interrogándole con la mirada, él asintió con un breve gesto. Me levanté para marcharme, pero Xan me detuvo, apoyándome una mano en el hombro.–Yo ya me voy –dijo–. Aquí no tengo nada más que hacer.Se alejó por el pasillo, con la cabeza inclinada, derrotado. Todos sabíamos que el empujón que le había dado a Ana en la playa, el día del secuestro de su hija, había sido la gota que colmaba un vaso ya rebosante. Pero no pude evitar entristecerme por aquella pareja que se rompía después de haber estado juntos la mitad de su vida.Con repentina decisión, Ana se puso en pie y siguió a su marido. Por la puerta entreabierta les vi hablar en voz baja, y finalmente darse un abrazo tan triste como amistoso. Cuando Ana volvió a mi lado, parecía aliviada y dispuesta a hacer frente a lo que le deparase el futuro.