Siempre pensamos que el infierno es un lugar horrible, el resumen de todos los temores
y suplicios condensados en un sitio al que ni google maps nos llevaría pero que visitarán los que, después de la muerte, no puedan alegar haber tenido una vida precisamente ejemplar en este mundo. Desde que éramos críos nos han hablado de ello para infundirnos el susto o para que hagamos lo que otros quieren que hagamos y nosotros obedecemos por si acaso. Pero si quieres que te diga la verdad no se si existe, no se aclaran ni los papas. Aunque, bien pensado puede que un par de personas si hayan vuelto para contarlo, me refiero, por supuesto a Dante y El Bosco, pero bueno, la verdad es que normalmente el que entra ya no sale.
Pero, ¿Y si te dijera que el infierno existe y que para estar en él no hace falta haber muerto? Esa es la realidad que se sufre cada día en algunos países sudamericanos como
El Salvador, Guatemala y Honduras son países que han caído en manos de las Maras, organizaciones que se dedican al crimen salvaje en su máxima expresión, sociedades que han conseguido implantar el infierno en la tierra. Captan niños cada vez más jóvenes que acaban manejando pistolas antes incluso de que puedan aprender a ir en bicicleta. De la Mara no se sale, como mucho te asesinará cualquier miembro de otra banda rival como ejercicio de ingreso o incluso cualquier compañero tuyo aunque sea “para matar el rato”. Estamos hablando de la violencia como forma de vida, sin razón, a manos de seres que una vez fueron personas y que al acabar tatuados hasta el último centímetro de su piel con los símbolos de su clan se transforman en diablos a las órdenes de otros que son los que les sacarán el jugo hasta que no les sean útiles y ordenen su ejecución.
Cuando la violencia ha ocupado todo en una sociedad la vida se vuelve imposible y es por eso por lo que muchas personas huyen de una guerra invisible que es tan o incluso
más cruel que las declaradas. La situación es tan grave como que se calcula que un 50% de los centroamericanos huyen de la violencia. Son tantos los que emigran como que Médicos Sin Fronteras estima que unas 500.000 personas abandonan sus países exponiéndose a morir por el camino (igual que sucede a diario en el cementerio de la vergüenza que antes llamábamos Mediterráneo) o ser deportados por Estados Unidos cuando sin que importe a nadie que en 2016, según la ONU, hasta 64.000 niños cruzaron solos la frontera entre México y Estados Unidos. Niños que caerán en manos de las políticas enloquecidas de Trump, lo que no resulta un consuelo precisamente.
En su huida del infierno algunos acaban llamando a nuestras puertas habiendo gastado lo poco que tenían en un billete de avión con el que sueñan comprar una nueva vida en
paz, sólo eso, una vida en paz. Llegarán a España, pedirán asilo y con un poco de suerte serán de los del 25% a los que se les concede la oportunidad de intentar una nueva vida (poco, teniendo en cuenta que la media europea está en el 28%). Aquí intentarán comenzar una nueva vida lejos del terror que se ha insertado en su ADN para siempre porque el miedo de quién ha estado en el infierno no se cura, sólo se esconde hasta que una pintada, una noticia, un tatuaje de alguien por la calle, cualquier cosa, lo resucitará.
Nuestra Policía ya ha detenido a algún enviado del Averno venido con vete tú a saber que misión. Puede que envíen más pero no vamos a importar el terror que ha acabado con la vida de los países donde se ha implantado, donde ser homosexual, negarse a transportar droga o no querer formar parte del grupo son motivos más que suficientes para ser asesinados, sin preguntas, de la forma más sádica y cruel que se pueda imaginar. Es la ley de las Maras, un mundo donde la vida no tiene ningún valor.