“Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura”
Marcela. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Capítulo XIIMucho, muchísimo, antes de que aparecieran las primeras sufragistas ya existía Marcela. Cervantes ya había hecho aparecer a la pastora que luchaba por sus derechos. Aquella que decidió salir con sus cabras, vivir en soledad, compartir su sentir con el campo, los árboles y el viento. La que decidió que su belleza y su frescura no eran para el disfrute de un hombre, porque ella así lo decidía. La que reivindicó su condición ante la acusación del suicidio de Grisóstomo, quien no pudo aguantar sin el amor de la joven castellana. Don Quijote fue entonces quien entendió la opción de vida de Marcela, la pastora que decidió dedicarse a sus animales y no a lo establecido por el hecho de ser mujer. Fue Miguel de Cervantes quien ya introdujo en su obra a la mujer que decide, el que hizo gritar a Marcela cómo quería vivir. El que pareciera un discurso feminista temprano, ya en 1605, el primer grito de YO SOLO QUIERO SER PASTORA.No hace falta revisar toda la literatura pastoril existente para reconocer la cantidad de pastoras que han conducido a cabras u ovejas por los valles. Sin ir más lejos, seguro que si muchos de vosotros revisáis entre vuestros ancestros las tenéis ahí. Yo tengo a mi tía, Felisa, quien desde bien pequeña fue pastora, tras serlo ya mi abuela. Y lo fue hasta que bajó del Pirineo. Ella también reivindicó su decisión de salir al monte, al sol, de no casarse, de no querer hijos. La pastora de casa Isabelana, la que aprendió el oficio junto a mi tío, la guardadora de rebaños que diría Pessoa. La que pasó días y noches al raso siguiendo su calendario zaragozano a rajatabla. La que llenó el morral de pan y descansó a la sombra de los árboles. La que esquiló a las ovejas, lavó su lana, la cardó y aprendió a hilarla de manera mágica con ese huso que aún conserva. La pastora que luego aprendió a tejer sus propios calcetines y los de sus hermanos. Esa pastora, la nuestra, la que sigue contando historias al cobijo y recuerdo de tantas lunas.
Toda esta introducción es porque Elena viajó hace unos meses hasta Arsèguel, pueblo del Pirineo catalán situado en la comarca del Alt Urgell. Es una zona famosa por su lana de oveja urgellenca y por su tradición acordeonista. De allí bajó hasta el llano de la niebla con dos madejas. Sin teñir, color directo de su oveja originaria. Una de ellas de ristras blanquecinas, la otra color chocolate. Lana que olía a oveja a la legua, al animal tras horas de sol ardiendo sobre su lomo, lana con olor a las manos de mi tía. ¡Cuánta historia en esos metros! Quién sabe si tal vez fue una pastora también la que pasturó ese rebaño, la que esquiló a las ovejas e hiló la lana que llegó hasta a mí.
La guardé porque esa fragancia merecía a alguien que la valorara de verdad. Y llegó Vic y se enamoró de ella. Junto con otra madeja de lana xisquetaque ya tenía, directa de Sort, decidí tejer para mi gatita. Dos clases de ovejas distintas, porque cada zona destinaba a sus ovejas para usos diferentes. El Alt Urgell se comía las xisquetas desmereciendo su lana, el Pallars Sobirà las pasturaba y esquilaba apreciando su pelaje como oro. Así decidí tejer conjuntamente esos ovillos, uniendo ambos valles y sus olores. Pensando en las ovejas de mis prados aragoneses. Cómo mi familia no solo aprovechaba su lana, sino que tras ordeñarlas también se alimentaban con su leche y con el queso resultante. Imagino a mi madre, con su vaso de leche de oveja ardiendo y lleno de nata, gracias al trabajo de sus hermanos mayores.
Como resultado de la labor un granny square gigante que huele a pastura una barbaridad. Calentita y rústica, hace a Vic la gatita más feliz del mundo entero. Recuperé el ganchillo que tantos meses hacia que tenía olvidado, apasionada por las agujas. Y tejí, tejí y tejí ese olor a oveja que ahora impregna a Vic tras pasar horas envuelta en su manta.