Desde que se descubrió que llamarle marea a una manifestación de protesta transmitía la imagen de un implacable maremoto, todo grupo que reclama derechos se acoge a una marea, se asigna un color, y así identifica su actividad e ideología, como la marea blanca de los sanitarios o la verde de los enseñantes o los ecologistas.
La marea como símbolo de un movimiento de masas se popularizó masivamente hace once años tras el hundimiento del Prestige, cuya marea negra real se lanzó sobre la Costa da Morte gallega, y seguidamente se convirtió en simbólica.
Luego, toda profesión o ideología trató de encontrar su color identificativo, aunque muchos están ocupados: por ejemplo, numerosas feministas españolas rechazan el magenta del feminismo mayoritario mundo adelante, porque aquí ha comenzado a identificarse con UPyD.
Lo que une a quienes protestan por todo el país son las banderas, rojas para declararse de izquierdas, las secesionistas en tres CC.AA., y sobre todo las de la II República, cuya presencia crece y crece como una marea propia, apoderándose de algunas de las demás mareas.
Se ve al lado de las independentistas en Cataluña, Galicia y País Vasco, sin conflictos entre ellas, aunque sean antagónicas, puesto que las republicanas son españolistas.
Aunque si estos republicanos con la banda morada portaran los colores de la constitucional, que también es como la de la I República, serían agredidos o expulsados.
Las protestas, las mareas de cualquier color, son ahora republicanas, pero de la infortunada II República, motivo por el que más que mareas se quedan en simples olas; seguramente nunca serán son maremotos, como quisieran sus promotores.
Porque, aunque se esté de acuerdo con sus reivindicaciones, pocos españoles desean desmantelar el Estado constitucional para volver a un Estado fallido que terminó en guerra civil y décadas de dictadura, y además, todas las mareas suben, pero después bajan, y así siempre.
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SALAS