La Margarita nació como cualquier otra, en un pequeño pueblo a orillas del Henares. Hija de un simple obrero, ese regordete querubín se convirtió en mi más preciado tesoro.
Margarita era una mujer con carácter, llorona, e insegura. Ojos verdes, piel tostada y pelo negruzco. Nada que destacar a simple vista, sin embargo desde el momento en el que me habló, con esa voz suya tan dulce, supe que me perdería en su ser aunque me resistiese.
Escucharla hablar sobre libros era para mí como oír a un pajarillo cantar, sílbidos de pura armonía. Sus ojos brillaban cuando de literatura se trataba, y la sonrisa de la cual me enamoré surcaba sus labios al relatar aquellas enrevesadas historias que no me gustaban en absoluto, pero que por ella escuchaba. Margarita era la mujer más viva y entusiasta que había conocido, ella era toda esa poesía que jamás hubiera leído si no hubiera encontrado el libro abierto por la página correcta.
Soñaba despierta tan a menudo que nunca estaba cuando tenía que estar, y despertaba ensimismada con el único deseo de seguir persiguiendo sus fantasías en otra dimensión. Su rostro se relajaba, adoptaba una expresión adormilada, y después me deleitaba con el placer de escucharla murmurar cosas que a mi parecer no tenían sentido alguno.
Pero era exactamente eso lo que me gustaba de ella, mi dulce Margarita era un gran enigma. Tan apasionada y fría a la vez, que nadie salvo yo era conocedor del fuego que guardaba y que reservaba sólo para mí y sus libros.
Margarita era eso, una simple mujer; ni demasiado agraciada, ni demasiado astuta, ni demasiado nada. Nadie habría muerto por robarle un beso, nadie habría desatado la guerra de Troya por ella, nadie habría peleado por su honor, nadie salvo yo.
Porque mi Margarita solo sabía hacer feliz a un hombre, y ese hombre estaba tan enamorado de ella que era capaz de cometer la mayor de las locuras que su cabeza podía ofrecerle, con la única excusa de no perder su amor.