Su estómago lle v a quejándose un buen rato pero el plato s igue vacío, limpio y de un blanco impávido que p ide ser cubierto por rosados y cremas, púdines, mantequillas , texturas suaves y penetrantes, celestiales.
La carne emp ie z a a deshacerse suave y sabrosa, marcada por el fuego y las especias, el toque crujiente a sal y pimienta y un matiz de fondo que no puede descifrar y le provoca un suspiro largo y hondo. Ya no es hambre si no algo más potente, un ansia que lo abarca todo.
Suele encender las pantallas y contemplar los gráficos múltiples que saltan como las chispas de una brasa. Le gusta analizar, dejar que los datos sean invasión y alivio al vivir a través de ellos la realidad. Cada faceta de vida, cada uno de sus lados y aristas son objeto de cálculo y especulación. Encuentra belleza en las matemáticas y cada operación acerca su ego a la Verdad.
Los cálculos en los que trabaja son los más satisfactorios de los últimos diez años. Solo pueden ser descritos como sorprendentes y, de una manera evidente, esperanzadores. Las coloridas barras tridimensionales reflejan el progreso de los ecosistemas terrestres en los últimos cinco años. El saneamiento constante de los ríos y mares, la reducción drástica de la contaminación y el efecto invernadero; el crecimiento de los recursos de la biosfera , tan mermados por los gestores previos, y los pocos pero rígidos parámetros que la Comunidad necesitó introducir para conseguirlo son una evidencia.
Llegaron en la noche ataviados de sigilo y prudencia, expectantes del porvenir. Buscaron las ciudades más importantes, las más pobladas, los núcleos de poder que ni siquiera sabían que ya no lo ostentaban ni lo harían nunca más. Iluminaron el cielo, pero no trajeron luz. Alemania, Estados Unidos, Rusia, Argentina y Japón anunciaron pronto la rendición.
No escuchamos. No dialogamos. No reaccionamos.
Anunciaron el desenlace del mundo tal como lo conocíamos y no les creímos. Anunciaron la decadencia de la raza humana y desoímos la verdad. Desoímos que éramos nuestro propio final, que el tiempo del ser humano había llegado a su fin. Y nunca imaginamos que sería este.
Existe un cierto descanso cuando no hay alternativa, cuando han desangrado las opciones. Es una oquedad en la conciencia que relaja los músculos, los vuelve laxos, anula tu resistencia. Dejé de rendirme cuando llegaron, vi sus naves, su poder; cuando contemplé lo que asemejaban ojos y no vi nada. Nada de lo que me era conocido. Lo supe, vi el muro que bloqueaba el camino. Contemplé su altura, su magnitud y entendí que no podía saltar. Dejé que me condujeran y me apartaran de mi familia, era innegociable y no intenté regatear.
Nos llevaron lejos de las aglomeraciones de las ciudades, del barullo y la contaminación, a lugares donde solo había silencio condensado en enormes estructuras metálicas, ominosas e inexpugnables. Castillos de secretos que no verían nunca el sol. Nos condujeron por pasillos y llevaron a salas en las que nos examinaron. Pesaron nuestros cuerpos, los midieron y controlaron. Grabaron números en nuestra piel. Ocultaron nuestra ropa y nos dieron otra, de colores pálidos y tejido grueso que era extraña e irritaba nuestra piel. Después nos separaron en pequeñas celdas en la que creíamos volvernos locas.
Vinieron a por mí poco después cuando aún no había olvidado mi pequeña y cómoda habitación azul, ni el marco de la ventana por la que contemplaba una calle comercial. Me indicaron el camino siempre en un silencio turbador, espeso como una vibración que vaticina algo más dañino, quizá la ausencia que había en ellos. Aunque dudaba que ellos fuera la palabra adecuada. Ellos requería esencia, requería nombre, requería conciencia. No tenían nada de eso. Eran carencia y destierro. Ellos solo eran algo .
Recorrí pasillos y me di cuenta de que era de noche por las pequeñas rendijas del techo. Incapaz de ver las estrellas me contenté con imaginarlas, heladas y distantes, exactamente como yo. Temblaba, pero a nadie pareció importarle y no protesté, en aquel momento aún me quedaba dignidad. Entré a una sala vacía en torno a un potro rojizo y áspero, de tejido sintético, me empujaron e inclinaron sobre él con aspereza e impasibilidad. Me moví, tambaleé, resistí y luché hasta que me entraron calambres y ardieron los brazos, hasta que las piernas no me sostuvieron y solo el potro aguantaba mi peso. Arañé lo que tuve a mano hasta sentir cálidas las uñas por la sangre y grité. Grité como nunca lo había hecho, hasta quedar ronca y rasgar mi garganta, notarla en carne viva.
Lo sentía todo: el saco roto en el que caían mis alaridos, el frío en mis muslos cuando apartaron la ropa, las quemaduras de mis muñecas con la fricción de la soga.
Y todo desató el infierno: las manos extrañas separando mis labios, la gélida vaina que se introdujo profundamente en mi vagina, la contracción de mis músculos para detener el avance y la absoluta impotencia para impedirlo. Fue brutal y congeló mis gritos.
Dolor, ira, vergüenza que latieron en forma de lágrimas. Dejé de escuchar, dejé de sentir y dejé de ver mientras me conducían de vuelta a la celda. Permanecí sola e ignoré las palabras que llegaban a través de los barrotes sin saber si eran de consuelo, de preocupación o de indiferencia.
Con las semanas llegó el frío del invierno más duro y mordiente que nunca. Formó cardenales en mi piel que apenas se parecía a la que había sido . Aparecieron llagas que se resistían a curar y me tieron un tubo en mi garganta por el que me obligaban a tragar líquidos amarillentos . Tenía arcadas y solo deseaba que aquel suplicio terminara de una manera u otra. Los días no tenían fin y las noches eran aún más inabarcables. Contemplaba los barrotes y de mis labios, a veces febriles, brotaban preguntas para las que prefería no encontrar respuesta. ¿Pude haber frenado el cambio cuando llegaron del cielo en la noche? ¿Había algo en mí, cualquier cosa por nimia que me pareciera, capaz de aportar un grano que desequilibrara la balanza? ¿Había algo en nuestras voces que les inspirara compasión?
Miraban y parecían no ver, oían pero no escuchaban los gemidos ni las súplicas. Pedíamos piedad, llorábamos y después maldecíamos cuando la misericordia no llegaba. El silencio era la única respuesta .
Las heridas dejaron de supurar con l os días, quemaban y tiraban con cada movimiento. Eran cicatrices nuevas, rosadas y repugnantes que no debían estar ahí. Me pesaban los días y el mañana, el no saber qué esperar, pero el terror lleg ó después cuando mi vientre comenzó a hincharse y las náuseas tuvieron nombre. Mentiría si dijera que no intenté evitarlo, que no me lancé contra el suelo ni me golpeé a mi misma hasta que me maniataron con cadenas en una celda especial, aún más pequeña y nauseabunda.
Soy un objeto, una cosa, soy nada. No tengo nombre, solo un número en mi costado y os cuento esto para que sepáis lo que está por venir porque tengo miedo de que regresen . N o porque puedan hacerme daño , s é que lo harán. Tengo miedo a perder la voz, a que se diluyan los pensamiento en esta pocilga, miedo a no saber contar la verdad.
¿Quienes fuimos? Murmuraba antes de caer en duermevela:
Nada más de lo que somos.
Interpreta otra vez el mensaje que recibió en la madrugada mientras contempla los campos reverdecidos por la primavera y salpicados por nuevos tallos en flor. Agradece la temperatura cálida. Sosiega sus pensamientos y el viento ligero y fresco controla sensaciones que no debería descontrolar. Aletean rebeldes pero permanece en calma a la espera.
Tras años terrestres junto a datos, números y verdad, ahora debe trasladarse al medio en el que tanto tiempo de estudio ha invertido. Analizar la funcionalidad de las instalaciones, estudiar a los sujetos y redactar nuevos informes. La única parte de las instrucciones que recibe con un mínimo de satisfacción. No les vale la Verdad, ahora quieren testimonios. Protestaría si pudiera hacerlo, pero acata las órdenes de la Comunidad que son salvación y certeza.
Deja que se desgranen los minutos con parsimonia y, finalmente, cuando la tímida claridad del sol que trata de traspasar el oleaje de nubes entra en declive, sube al transporte rumbo al nuevo destino.
El vientre se abulta con los meses y las primeras patadas me hicieron llorar de nuevo. Nunca pude dejar de hacerlo, de maldecir con cada nuevo embarazo. Me recriminaba constantemente ser débil, no poder parar ni tener fuerzas para pararlo por mi misma. Los dolores de mi cuerpo eran similares a los dolores de mi alma. Ambos estaban resquebrajados, heridos y mutilados. Ambos se limitaban a sobrevivir y, en el camino, rompían en lágrimas.
Podía escuchar los latidos dentro de mí en la fría cárcel metálica en la que apenas tenía espacio. Encerraba mis costados, los mordía, y al caer la noche dejaba a mis músculos pesados y rígidos, obsoletos y fuera de lugar. Quería arrancármelos, dejar de tener calambres y solo sufrir el vacío que encontraba en el centro del pecho. Estaba segura de poder meter la mano bajo las costillas, seguir la dirección del esternón y encontrar el punto sólido y negro que lo envenenaba todo. Rodearlo con los dedos, tirar de él para arrancarlo hasta darme cuenta de que nunca lo iba a conseguir, que estaba aferrado a mi sangre y atado a los músculos intrusos que seguían funcionando contra de mi voluntad.
Ni siquiera podía morir sin permiso.
No tendría miedo, solo consuelo de llegar al final. Algo sobre lo que pudiese decidir por mí misma. Recordaba a la mujer libre de mi pasado. La que peleaba por poder decidir, por salir a la calle con seguridad, por regresar a casa sin miedo. Ahora era libre de esos deseos porque nunca podría vivirlos de nuevo, y esclava de mi cuerpo porque tenía un valor que yo había dejado de tener.
Recuerdo el miedo cuando llegaron las primeras contracciones, no por el dolor que iba a vivir si no por el dolor que viviría la futura criatura. Mi criatura.
Di a luz en la noche y grité, pero solo un algo me atendió, y parecía no hacerlo. No dejaba de emitir crujidos sin sentido y cabeceaba de vez en cuando, con el rostro tan impasible que podía imaginar la carencia de músculos bajo la piel, solo gelatina que intentaba imitar la vida. No me impidió gritar, pero tampoco hizo nada por calmar el dolor. Me retorcí y ató mis muñecas al cierre de mi celda en un completo y absoluto silencio. También restringió mis movimientos con correas y alumbré exhausta horas después, con la garganta ardiendo y la calidez de la sangre entre mis piernas.
El llanto resonó en la nave fría mientras traté de acunar a mi hijo entre mis manos ateridas, de yemas amoratadas y empalidecidas por un soplo de muerte que la vida no conseguía entibiar.
Sabía lo que iba a venir y no por eso era más fácil.
El pequeño rostro de mi bebé buscó el calor del pecho y sentí un tirón fuerte y brutal cuando la figura oscura que me contemplaba sufrir lo arrancó de entre mis brazos. Callé, no me quedaban fuerzas para gritar. Me limité a llorar hasta que perder el sentido y ni siquiera la anestesia del sueño logró hacerme olvidar la ausencia.
Me despertó un golpe frío y doloroso en mi costado. Noté la humedad y fui incapaz controlar los temblores con las ráfagas de agua que se llevaron el resto de la sangre y suciedad.
El cubículo seguía vacío, sin llantos de bebé y una soledad más ácida e hiriente que nunca. Intenté agitar los barrotes tan fuerte como era capaz, como si pudiese derrumbarlos, con una ira hueca que no llevaba a ningún lado. Volví a llorar cuando me sujetaron para colocar dos aparatos en mis pechos abultados y seguí llorando cuando empezaron a hacer succión con un ruido desagradable y mecánico. Dolían y quemaban, pero era un dolor incomparable al desgarro de una ausencia que nunca iba a paliar.
Agotada, permití a las rodillas doblarse para sentir el suelo de cemento, el llanto de mi garganta que pasaba a ser mudo, pero resonaba en mis entrañas. Tiempo después retiraron la máquina y solo entonces me permití respirar. No me defendía cuando tocaban mi cuerpo y lo manipulaban con movimientos automáticos. Me limitaba a mirar un punto muerto del cubículo donde la conciencia no era capaz de llegar. Tampoco reaccionaba cuando volvían a conectar la máquina a los pezones, rojos e irritados, arañados por el agarre del aparato. De nuevo ese ruido, el lento e intenso succionar y los tubos largos, pálidos, que desaparecían de mi vista apagada. De nuevo a la desconexión y la nada de mi pecho y mi vientre.
Detiene la inspección frente a uno de los cubículos y observa a la criatura animal que retienen dentro. Es grande, cien kilos de miembros rollizos salen de un tronco abultado lleno de pliegues salientes. Tiene ojos vivaces para ser una bestia y mueve las manos hinchadas al tantear la celda acolchada. Ha aprendido a distinguir alguno de sus rasgos e incluso, en ocasiones, cree entrever en ellos cierta belleza. Le gustaría acariciarle el pelo del cráneo o tener consigo una imagen que le recuerde lo exótico del mundo exterior cuando regrese a los números.Mira los símbolos de la entrada. Se sorprende al interpretar que solo tiene cinco meses, esperaba que ese desarrollo fuera para una criatura del doble de vida, pero las hormonas de crecimiento funcionan excepcionalmente y pronto podrá alcanzar la siguiente fase del proceso. Durante un instante imagina los muslos cortados de lado a lado, desangrados y relucientes, listos para ser cocinados, especiados y devorados. Controla el impulso y la boca aguada, aún es pronto para comer. Sin embargo, no puede evitar continuar el trayecto con una pequeña letanía repetitiva de sus palabras favoritas. Comida, sabor, alimento, hambre, saciedad. Se pregunta cuales hubieran sido las palabras favoritas de la criatura si pudiera vivir lo suficiente. Después ignora el pensamiento por lo ridículo que es.
Los animales no saben hablar.
Con curiosidad comprueba el número de procedencia del cachorro y busca a la madre a la que contempla inerte en su propio cubículo. Tiene el pelo castaño y piel morena, aunque no puede verle los ojos intuye que será de un color similar al cabello. El vientre está flácido de las criaturas que ha alumbrado: una hembra casi adulta, diez años atrás y dos machos, uno procesado y el otro en progreso. Calcula a la cría ocho meses más en la nave, antes de ser transportado. Antes de proseguir su camino interpreta los símbolos de la placa. Unos datos en rojo llaman su atención y contempla con cierta lástima a la criatura, ya estéril debido a una infección severa sufrida tras el último embarazo. Sería llevada a una Casa Eutanásica y quizá, con un poco de suerte, pudiera coincidir con su propio cachorro.
Solo quedaba por contemplar a la la primera de las crías, que encuentra poco después junto a las otras de su edad en una superficie abierta, vallada en circunvalación y que alcanzaba la altura de cinco metros. Pronto serían consideradas productivas y tendrían su propio espacio. La encuentra rápido, por la marca de su hombro y la forma triangular del rostro, la piel morena también es un indicio. Un chasquido anuncia la apertura de la puerta que conecta con la nave y ve entrar a varios de los suyos para seleccionar el género. Agradece la oportunidad de contemplarlos y a duras penas controla la sorpresa al comprobar que es su hembra la escogida entre todas. La ve correr, tratar de zafarse y encogerse ante las manos que no pretenden causarle daño. Nunca deja de sorprenderle la tozudez de los humanos.
Les sigue cuando la sacan del recinto y la conducen por nuevos pasillos de metal desnudo. Se aproxima a mirar, con curiosidad, sin pensar en los aullidos de las criaturas que ha dejado atrás. De todas maneras, no los entiende.
En una sala rectangular sujetan su torso y sus piernas sobre un mueble rojo desgastado, que en otro tiempo fue brillante y hermoso. Observa como las abren e introducen una vía metálica entre ellas. Dura poco porque la cría está inmóvil. Ha dejado de moverse y permanece quieta. Si se acerca un poco más puede ver el rostro imperturbable, ajeno, que ahora controla su cara. Le parece extraño, más propio de las adultas que ha podido contemplar que de las crías que aún no saben controlarse, pero no pasa de ser un dato curioso e inservible, así que lo desecha.
Sabe que en pocos meses dará a luz a una nueva criatura que alimentará a la industria. Sus mamas se hincharán para llenarse de leche blanca y nutritiva, increíblemente sabrosa. Y cuando se vacíen, volverá a repetir el proceso. Una nueva cría que de ser macho pasará al proceso de engorde, y de nacer hembra será criada con el resto de productivas.
Una vida fácil, afortunada y necesaria.
Hace horas que la noche se había echado encima y no quedaba mucho para el amanecer. El cuerpo quieto, hormigueado, protesta continuamente en un dolor crónico. El suplicio de mis piernas recorridas por decenas de inquietantes y oscuras varices era insoportable. Apenas podía reconocer los tobillos hinchados. Tampoco las uñas destrozadas y cuarteadas, sucias, rotas y repletas de manchas. Las llagas se confundían con los caminos dejados por viejas cicatrices. Era un cuerpo marchito que ha dejado de producir y, por tanto, de tener valor. Un silencio inquieto se apoyó sobre el ruido habitual del edificio. Una sensación extraña que invadía cada celda como un manto cargado de piedras y oprimía mi pecho cuando vinieron a buscarme.
Eran dos. Situaron sus cuerpos a los lados y me empujaron hacia la salida. Era distinto a otras veces, había más violencia en sus ademanes, más urgencia, pero no tenía ninguna prisa. No quería acompañarles ni podía hacerlo. Otra vez subirme al potro helado y hostil. Sufrir un nuevo embarazo y un nuevo funeral.
No tuve opción, me condujeron por un pasillo desconocido, abrieron puertas y pulsaron botones. Finalmente, un golpe brusco de luz golpeó mis ojos con saña. No podía ver, pero sí sentir la hierba bajo los pies descalzos por primera vez en años. Era suave y traía recuerdos dulces de la infancia cuando recogía margaritas y colgaba deseos de sus pétalos.
A empujones subí a un enorme vehículo de formas extrañas y una mezcla de colores horrible. Estaba repleto de personas, decenas de mujeres que se amontonan unas sobre otras, empujando y pisando. Todas estaban sucias y derrotadas, con marcas en la cara, algunas de espanto, resignación e incluso alivio. Los cuerpos maltratados por años de confinamiento, curtidos por cicatrices viejas y llagas en mal estado que abrían la carne flácida, cansada de vivir.
Más cuerpos me apretujaron hasta que fue casi imposible respirar el aire caliente y cargado. Los había de todos los tamaños, formas y colores, pero los más horribles de todos los descubrí bajo mis pies. Pisaba celdas pequeñas y estrechas en las que había el espacio justo para los cuerpos deformados hasta lo imposible, enormes y sebosos. No podían moverse, ni lo intentaban. En otro tiempo pudieron haber sido llamados bebés, pero ahora solo eran una pesadilla deformada, mórbidos, inmensos y desproporcionados. Berreaban y gritaban entre lágrimas de desconsuelo y aflicción que nadie podía calmar si hubieran tenido fuerzas para ello.
El olor a pútrido y suciedad llenó el reducido espacio. Alguien vomitó y le siguieron un coro de arcadas desagradables que requirieron de todo mi control para no ceder. Se volvió aún más incómodo y horrible. Hubo lamentos y llantos, el crudo temblor del miedo que lo dominó todo, como una enfermedad.
Escuché gritos y me pregunte si eran míos. No recordaba haber gritado, tampoco estaba segura de que me quedara voz para hacerlo. Pronto empezó a hacer calor y en cuanto el vehículo se puso en movimiento empezaron nuevas olas de mareos y repulsión. Faltaba el aire y el espacio, sobraban personas y miseria, ira aplastada por la vida.
Bajé la mirada porque no quería contemplarlas. No quería contemplarme en ellas. Unos ojos oscuros parecidos a castañas asadas, casi engullidos por la carne de las mejillas que los reducían a rendijas me miraron. Unos rasgos similares a los míos, una mirada descendiente de la mía. En esta ocasión no aparté la mirada pese a lo abominable, al profundo horror que me producía. No podía dejar de mirar, tampoco llegar hasta él para abrazar a un cadáver.
El trayecto duró horas, hubo desmayos, cuerpos que no pudieron ser reanimados. Pisotones, arañazos, gañidos y el miedo que acompañaban los cantares de un infortunio escrito con letras de esclavitud.
Bajamos entre empujones, miradas pétreas y bocas que nunca murmuraban una palabra. Nos esperaba otra estructura de metal, otro hangar cerrado a las vistas extrañas, bárbaras, que pudieran escaparse al control y vivieran libertad. Cerrado a las vistas incluso de los suyos que pudieran interesarse por aquella industria.
Formamos dos hileras desacompasadas y traqueteantes, cruzamos las puertas y atravesamos salas. No le perdí de vista. Avanzaba con lentitud, un bamboleo innatural que generaba compasión.
Las sacudidas de una pistola que escupía un sonido seco y corto silenciaban la primera fila. El cañón en la frente de los niños, frenéticos e indefensos. Le llegó el turno y le vi desplomarse tan rápido como había sido su vida, con un quejido sordo que moría en sus labios hinchados. Lo apartaron rodando por el suelo hasta otra sala donde amontonaban los cuerpos.
La mía era la fila de mujeres que ya no lo eran, cuya feminidad había quedado reducida a la maternidad y los años que la extinguieron también extinguieron nuestra vida.
Nos colgaron de los pies y nos aturdieron con el bamboleo del vaivén de la cadena de producción que se movía constante y sin cesión. No paraba ni rebajaba el ritmo, siempre constante con un zumbido ominoso, el ronquido de un muerto.
Se abalanzaba hacia mí.
Tres turnos.
El salpicón de sangre brillante y aún caliente que bañó las paredes y los suelos con una expresión cruel de arte moderno.
El aire denso y desagradable de la muerte que hace sonar su cuerno en una llamada irrechazable. No podía respirar.
El cuchillo en mi garganta, la laceración ácida, ardiente, la calidez de la sangre que resbalaba por mi cara y un grito, el último, de resignación y tormento.
Sonríe con satisfacción en la mesa y cierra los ojos, el murmullo del silencio acompaña una nueva victoria. Vuelta a las cifras y los gráficos, regreso a las probabilidades y evidencias. La Tierra es un mundo mejor gracias a la Comunidad, la plaga está bajo control y por primera vez en su existencia son realmente útiles. La Comunidad es heroica, salvadora, es la civilización. Los portadores de la Verdad. No habrá cambio climático, ni escalada de extinción de especies, tampoco daños irreparables. La tierra curará con tiempo, se lamerá las heridas y olvidará.
Ahora solo piensa en celebrarlo. En la carne recién servida, roja y en su punto, con un ligero goteo de sangre. Apartará los nervios que no hayan sido limpiados primero, cortará la pieza en finos trozos y morderá, dejando que el sabor sedimente en su boca. Le gusta tierna, dulce y joven, y aún más le gusta la leche con la que acompañará la cena.
Dulce y blanquecina, llena de sabor. El color pálido, vago, hasta cierto punto vacío de vida, muy lejano del lugar del que proviene. Retendrá en su mano un vaso y dejará que el líquido resbale por los lados del cristal con infinita suavidad. Después, lo llevará a la boca, donde deja caer una porción generosa para humedecer los labios y calmar su delicada piel. Después, solo calma. Abre los ojos y contempla el precioso color amarillo oscuro de la pared. Frunce el ceño cuando sus tripas protestan.
Tiene hambre.