Àlex Rigola ha viajado hasta el universo de Woody Allen; al mejor Woody Allen, según sus propias palabras, el más cercano a la literatura. Maridos y mujeres es una película con dos décadas de vida, en la que el cineasta neoyorquino viajaba una vez más a su particular universo, y diseccionaba el mundo de la pareja, sobre el que lanzaba brochazos con sus obsesiones, y donde ya esbozaba sus pasos inmediatos. En la obra, mantiene una relación con una joven alumna suya (él es profesor de Literatura); en la vida real, se enamoraba de la hija adoptiva de Mia Farrow, en aquellos días su mujer; todo un enredo.
El montaje de Rigola, encerrado en un cuadrilátero de sofás (el sofá, dice, es la columna vertebral de la vida en pareja, mucho más que la cama), se adentra en los conflictos cotidianos de las parejas, los que surgen tras años de convivencia. Basta que se pose una carta mal colocada sobre el castillo de naipes de una relación para que se esta se desmorone y aparezcan las contradicciones y los reproches silenciados por la costumbre durante tanto tiempo. Basta el anuncio de separación de unos amigos (Elisabet Gelabert e Israel Elejalde) para que en la pareja formada por Nuria Mencía y Luis Bermejo empiecen a aparecer dudas e interrogantes. Otros personajes, interpretados por Alberto Jiménez y Miranda Gas, enredarán más la madeja.
Todo ello, claro, con ese humor tan característico de Woody Allen, que roza el absurdo, con esos diálogos llenos de cuestiones por resolver y un poco neuróticos. Álex Rigola lo subraya con eficacia, en un montaje limpio, directo, que es a veces como las bofetadas de los augustos; un montaje elegante y original, con una interpretación extraordinaria, donde destacan Luis Bermejo, que hace de Woody Allen pero alejándose inteligentemente de él; Israel Elejalde, perplejo y prototípico en su papel de maduro encaprichado de una jovencita con la que no va a ninguna parte a pesar de su autoengaño; y Elisabet Gelabert, una mujer con necesidad de amar.