El día que murió la tortuga, mi padre ya ni se molestó en reñirme. Sentí su mirada sobre mí no con reproche o enfado, ni mucho menos decepción. Era la expresión lánguida de quien ha ganado una apuesta consigo mismo, o contestado correctamente las preguntas de un cuestionario demasiado sencillo. A pesar de todo, consiguió abrir la boca para decir algo. —¿Ni siquiera una tortuga, Tomás? Ni siquiera eso. En realidad, en el tiempo que llevaba en el mundo ya me había dado cuenta de que era un inútil. Trece años de regañinas constantes, de caídas y heridas absurdas que me habían convertido en el hazmerreír de mis compañeros, de miradas lastimeras por parte de amigos de mis padres e indiferencia de mis profesores. Era un caso perdido, uno de esos pobres diablos que dan tumbos por la vida sin dejar poso en los demás. Ahora, después de fracasar […]
Revista Cultura y Ocio
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