A Antonio, que me dio pie ayer; a Pedro, que me ha dado pie hoy
“Cuando fui a buscarla le pregunté qué estaba leyendo (quería saber qué hacía en su tiempo libre). Me dijo que tenía un ejemplar de Ulises guardado en el coche, y que llevaba un tiempo largo leyéndolo. Dijo que le encantaba su sonido y que lo leía en voz alta, para tratar de darle un sentido; como que le costaba avanzar, y no era capaz de leerlo de forma seguida. Cuando nos paramos en un parque a hacer fotografías, ella se bajó con el libro y comenzó a hojearlo mientras yo ponía el carrete. Así que, por supuesto, la fotografié”.
Eva Arnold
Joyce atinó como pocos en convertir un libro en un objeto mítico. Ulises sobrevuela la Historia de la Literatura del siglo XX y concita la animadversión más cerval y las adhesiones de más encendido apresto. Joyce principia la consideración de que algunas obras no son únicamente libros, literatura, asunto traducible en términos de interés artístico, sino piezas canjeables por criterios pedagógicos o etiquetadas bajo el paraguas de la sociología. Estas obras son referentes culturales más allá de que verdaderamente las entendamos en toda su vasta extensión intelectual. Ulises es un libro-icono, un ejemplo válido de que la literatura, la buena, la llamada a discurrir por los siglos, contribuye de modo ejecutivo al acervo de un pueblo. Stephen Dedalus comparte con Alonso Quijano un status de pequeños dioses en la finca global, en el olimpo moderno. Luego está el lector in fabula, como decía o pedía Umberto Eco, el decodificador ideal del mamotreto infumable a juicio de unos o del excelente tocho, según otros. Quien haya asegurado que en su juventud, tan golosa, tan cultivada de esperanzas y de riesgos, tuvo el valor de culminar su lectura, tiene asegurado el cielo de los lectores perfectos, un paraíso comandado por cualquiera que no pueda vivir sin abrir un libro tras otro, como el que abre un día tras otro, lectores voraces, inteligentes y activos hasta el paroxismo semántico. Este es el veneno de la novela, su condición más íntima. Se entiende que el lector no dispone de paciencia o de tiempo para afrontar la tiranía de las páginas, su cárcel indeclinable. Que la dificultad a veces aparta, cuando no cancela definitivamente.
La fotografía en la que Marilyn Monroe lee Ulises la tomó Eva Arnold en un parque infantil en Long Island, en Nueva York. Ocuparía un suplemento de la revista Squire. La actriz tiene una indumentaria que hace pensar en un posado, más que en un retrato verosímil. Si hubiese vestido una falda y una blusa también tendríamos la misma sospecha, la de que probablemente fuese un amaño, un ardid para que la imagen de tonta-rubia no cundiese más de la cuenta y se vendiera otra, más en consonancia con lo que se dice de Marilyn, esto es, que tenía un coeficiente intelectual muy alto y afición a la literatura. Cuenta la propia fotógrafa que cuando llegó a la sesión de fotos, Marilyn estaba enfrascada en el libro. No sé si todo fue premeditación: me llevo el libro, hago como que lo leo, me dejo fotografiar con él, todos ven lo preparada y lista que soy. Sé que hay otra fotografía en la que lee Hojas de hierba, el libro iniciático de la poesía moderna estadounidense, la obra capital de Walt Whitman. En junio de 1956 Marilyn Monroe se casa con uno de los mejores dramaturgos de su época, Arthur Miller. Tal vez estaban de romance cuando la sesión de fotos y todo fue una manera de engolosinar los ojos de su novio intelectual. De ella el escritor dijo: “Era como una poetisa que habría querido recitar sus poemas ante una multitud ávida de arrancarle la ropa”. Una declaración de amor. O de beligerancia. Es decir por decir. Era muy amiga de Truman Capote, lo cual da una señal de que la fotografía podría ser fiable. En el fondo, qué más nos da si leía las andanzas de Leopold Bloom o no lo hacía. Si hubiese deseado visitar Dublín entre rodaje y rodaje y pasear las calles por donde avanza la trama de la novela. Tardaría 24 horas. Como un travelling. Qué osadía la de dudar de que alguien lea. La nuestra, la traída por la fotografía de Marilyn con la obra de Joyce, podría censurarse sin discusión. Que alguien nos vea en un parque con ese mismo libro en un parque y nos registre en una imagen tendría la misma inconsistencia, pero no creo que suceda. No es libro de parques. Ni siquiera sé si lo es de cualquier otro lugar que no sea el de la valentía, aunque luego compense y vuelva uno del viaje con las alforjas felices.