Siempre se siente la muerte de un ser humano, mucho más si el mismo es un escritor admirado. Mucho he sentido el fallecimiento de Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo de 1936 - Lima, abril de 2025), autor cuyos libros me han acompañado desde los veinte años. "Los jefes", "Los cachorros", "La ciudad y los perros", "Conversación en la Catedral", "La casa verde", "Pantaleón y las visitadoras", "La guerra del fin del mundo", "El sueño del celta", "La fiesta del chivo", "La tía Julia y el escribidor"... son, que ahora recuerde, títulos de narraciones suyas que no he podido olvidar pese al tiempo pasado desde que las leyera. También he admirado y he vuelto con frecuencia a algunos de sus ensayos como "La verdad de las mentiras", "Cartas a un joven novelista" (curiosa y paradójicamente el único reseñado en este blog), "García Márquez. Historia de un deicidio", "La civilización del espectáculo" o el siempre profundo y admirado "La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary". De sus obras de teatro ahora mismo sólo recuerdo un título, "La señorita de Tacna" que hace ya más de cuarenta años se representó en el Teatro español de Madrid por la compañía de Aurora Bautista.
Ha sido siempre tal mi aprecio por la figura y obra del escritor peruano que a lo largo de los años he ido adquiriendo libros suyos siempre que los veía dentro de promociones periodísticas en los kioscos o también cuando caían en mis manos libros suyos en librerías de lance que me gusta visitar. Así adquirí la "Historia de Mayta", "Lituma en los Andes" o "Elogio de la madrastra" en momentos diversos y los fui depositando sin haberlos leído en los anaqueles donde reposaban las otras obras de Vargas Llosa. Alguno como "Lituma en los Andes" comencé a leerlo y no sé hoy por qué razón en concreto, seguramente por motivos de trabajo, al cabo de 70 u 80 páginas lo abandoné sin por ahora haber regresado a él. Esta reflexión, ante estos títulos, me surgió cuando el pasado día 13 de abril conocí la muerte del escritor. Recordando la complicada vida amorosa de Mario Vargas Llosa y su relación con las mujeres tanto de su familia como ajenas a ésta, al toparme con "Elogio de la madrastra" decidí hacer mi pequeño homenaje al gran escritor leyendo esta novela corta publicada en 1988.
Ciertamente, en comparación con el resto de su obra, podría considerarse como una novela menor. Así, siempre la había considerado yo; por ello no me atraía especialmente y la he tenido durante muchos años sin leer al entender que sería más un ejercicio de escritura erótica que otra cosa. Que hay erotismo en esta narración es cierto, por lo que, en efecto, así podría calificarse la novela. Pero, como en todo, hay clases y el escritor peruano demuestra que se mueve como pez en el agua en cualquier género narrativo por menor que éste pueda considerarse. Con gracia y haciendo gala de su enorme poso cultural asistimos a las fantasías eróticas de don Rigoberto con su mujer Lucrecia; dichas fantasías parten o se inspiran en cuadros pintados por importantes artistas pasados y actuales. Al tiempo que don Rigoberto y su esposa Lucrecia reproducen en sus encuentros amatorios lo representado por artistas pictóricos, Fonchito, un muy inteligente niño de apenas 13 años, maniobra de manera procaz y falaz respecto a su madrastra.
El novelista alterna los capítulos que describen los asuntos representados en los cuadros con el discurrir lineal de la historia del niño Alfonso, su madrastra, la criada Justiniana y el papá don Rigoberto. Respecto a don Rigoberto, la lectura de esta novelita ha despertado en mí la curiosidad por ver cómo es presentado o evoluciona este personaje en la titulada "Los cuadernos de don Rigoberto". La dejaré para un momento en que desee leer algo liviano, pero de calidad.
Lo que he sacado en claro de esta novela -me lo ha reafirmado más bien- es la enorme cultura que este peruano nacionalizado español y miembro hasta su muerte de la Real Academia española de la lengua albergó siempre en su interior. Los cuadros que inspiran la rijosidad de don Rigoberto y la disposición a la coyunda de su esposa Lucrecia son los siguientes:
- Candaudes, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges (1648) de Jacob Jordaens, Mº Nacional de Estocolmo
- Diana después de su baño (1742) de François Bouchet, Mº del Louvre, París
- Venus con el Amor y la Música (c 1555) de Tiziano Vecellio, Mº del Prado, Madrid
- Cabeza I (1948) de Francis Bacon, colección Richard S. Zeisler, Nueva York
- Camino a Mendieta 10 (1977) de Fernando Szyszlo, colección particular
- La Anunciación (c. 1437) de Fra Angelico, Monasterio de San Marco, Florencia
Este recorrido por la historia del arte, compilada en seis piezas maestras, me ha evocado o más bien me ha hecho recordar un libro de José Ovejero titulado Nueva guía del Museo del Prado en el que el autor elige veintidós cuadros más dos o tres esculturas de este museo y ante cada uno de ellos presenta un poema suyo sugerido por lo que está contemplando. Por otra parte, el despertar sexual del chiquillo en brazos de Lucrecia, su madrastra, sí que me ha llevado mentalmente al húngaro Stephen Vicinczey y su novela "En brazos de la mujer madura" que cuenta cómo András Vajda, alter ego del autor, en una Hungría ocupada por unos y por otros tras la segunda guerra mundial se inicia en el sexo con una mujer mayor y experimentada. La diferencia entre Fonchito y András radica, además de en la diferencia de edad, en que el segundo sólo busca la satisfacción sexual mientras que el inteligente Alfonsito no sólo busca disfrutar, también persigue otros fines.
Como conclusión diré que la novela calificada de erótica cuando apareció en 1988, hoy quizás no recibiría dicho adjetivo. Cualquier serie televisiva actual contiene más erotismo y procacidades que las quasi inocentes contemplaciones del cuerpo desnudo de la hermosa Lucrecia por parte del niño Fonchito. La criada Justiniana advierte a su ama de estas miradas pero ella al saberse observada en secreto se erotiza aún más. Es aquí, como en otros momentos de la novela que los personajes -en este caso Lucrecia y su criada- se sienten como si de Diana y de su criada se tratasen
«Ésa, la de la izquierda, soy yo, Diana Lucrecia […] A mi derecha, inclinada, mirándome el pie, está Justiniana, mi favorita. Acabamos de bañarnos y vamos a hacer el amor. […] El personaje principal no está en el cuadro. Mejor dicho no se le ve. Anda por allí detrás, oculto en la arboleda, espiándonos […]. Lo llaman Foncín.»

Este procedimiento literario de describir una obra artística [écfrasis] -en la cita anterior el cuadro de la imagen- lo realiza el autor identificando los dinámicos personajes literarios con los estáticos de la pintura. Atribuir a los personajes del cuadro, describiéndolos en movimiento, unos actos posteriores al que se contempla, provoca erotismo a través de lo que se comenta o se adivina. Esta pulsión erótica es de alta naturaleza artística, en nada parecida a la que nace de esas series televisivas (también las hay literarias de idéntico valor) que antes he mencionado.
Sirva esta breve reseña, de esta breve y poco comentada novela, de homenaje al autor arequipeño desaparecido hace poco más de un mes a los 89 años de edad. ¡Descanse en paz, Mario Vargas Llosa!
