Hay violencia y hay amor en este libro, una violencia cruda, extrema en ocasiones; y un amor puro, inocente, pero que nace también de un acto violento. Vargas Llosa cuenta la historia de dos guardias civiles en un lugar alejado de la civilización central, en unas sierras en las que los mitos, la magia, los miedos y las brujas aún tienen cabida. Investigan la desaparición de tres personas. Como en las mejores novelas negras, intuimos pronto que la investigación no acabará llevando a nadie ante la justicia, que el autor nos va a trasladar a espacios donde lo más hondo del hombre puede ser visto durante un rato, contemplado por los que también somos hombres y vamos a sentir horror, pero también triste reconocimiento: porque todos somos hombres y todos somos portadores de venganza, superstición y violencia en nuestros corazones.
Lituma y Carreño están condenados a convivir con el tiempo hostil de las sierras, con los trabajadores de una población en decadencia que no los aceptan y que preferirían que se marcharan. En un infierno real y palpable, unos y otros callan y ocultan y disimulan sus pesares y tiran adelante simplemente sobreviviendo. Cerca está Sendero Luminoso, organización que está contra el poder establecido, corrupto y una vez más olvidado del pobre, del necesitado, del humillado, del ofendido, y que (quizá de manera un poco supercial, como veíamos a los indios en ciertos westerns) aparece para matar, para dar lecciones que se sustentan tristemente en el uso de las armas y mediante ejecuciones, algunas muy crueles e injustas. Pero Vargas Llosa no hace de los revolucionarios armados unos títeres pues también cuenta las barbaridades de las fuerzas policiales, sus torturas (queman los pies de un muchacho que apenas habla, que no puede hacerse entender porque es deficiente mental sin dudarlo, cumpliendo con su "obligación" tan sólo), e iguala el salvajismo, sitúa a unos y a otros en el exceso y el amor por una violencia que no tiene justificación (los débiles siempre pagan, los que piensan diferente son enemigos para el bando que no los entiende ni quiere entenderlos). Lituma y Carreño, mientras esperan que los senderistas vengan a matarlos, contemplan y sueñan y recuerdan y se encomiendan a la suerte, al abrazo consolador del tiempo que no los mata aún.
Carreño recuerda su amor por una mujer a la que liberó del maltrato de un poderoso al que le servía de custodio en un ímpetu que por poco le cuesta la vida: oye a la mujer quejarse de golpes mientras el poderoso se acuesta con ella y acude, dispara contra el hombre y huye con la muchacha, que nunca muestra por él más que agradecimiento. Le cuenta Carreño a Lituma por las noches su aventura, como si encendiera la pantalla de un cine, seguramente exagerando, embelleciendo su rememoración. Es la vía de escape de dos policías que siguen adelante con su investigación y que eluden los chispazos de violencia por casualidad -uno de la naturaleza, con un alud tremebundo que arrasa la población y finiquita las tareas iniciadas y dispersa a los trabajadores - hasta que llegan al encuentro de lo que cada uno deseaba. Lituma conoce la verdad y reniega de lo sabido, de la resolución del caso, de la gente a la que ha conocido en ese destierro inolvidable. Las leyendas, el poder de los dioses ocultos no ha desaparecido, la violencia es un mal que viaja con el hombre allá donde va, un infierno ambulante que brota con oscura seguridad cuando se cumplen las condiciones y algunos se agrupan, deciden defenderse, crean o inventan un enemigo: Vargas Llosa nos dice con esta novela que aún no hemos salido de una edad de piedra mental que nos ata y nos corroe, nos impide ser verdaderamente seres humanos adultos y sensibles y compasivos. Con la intercalación inevitable -y excelsa, literariamente hablando- de la voz de una autodenonimada bruja, que capitanea las almas de los hombres sencillos y temerosos, que les ofrece consuelo mediante el alcohol, la procacidad y los bajos instintos, la novela alcanza unas cotas elevadas y una consistencia que falta en la mayor parte de las obras del subgénero, en las que el mal no se ve, no se explica, sólo es mostrado lejanamente, quizá porque no se acierta a darle voz ni encarnadura, con lo que los intentos de plasmación de algo serio quedan en simple juego o en abuso del lugar común la mayor parte de las veces. "Lituma en los Andes" asciende muchísimos peldaños y se convierte en una novela redonda, en una exploración conseguida y valiente que, más allá de ciertas lecturas interesa o desinteresadamente políticas y de ciertos puntos de discordia que no a todos pueden convencer, se sostiene con el aplomo de una de esas raras novelas que quien las escribe sabe que no desaparecerán por la puerta de atrás y que encajan muy bien en un conjunto que, como es el caso, ofrece logros incontestables y universales y sirven para apuntalar un conjunto nunca del todo cerrado con sobriedad y autonomía creativa. Dicho sea de paso, es una novela negra de las más literarias, mejor escritas, mejor estructuradas y más recordables que he leído.