Revista Cultura y Ocio

Marsé

Por Calvodemora
Marsé
Leí El amante bilingüe en unas maniobras militares en la Sierra del Retín, en Cádiz. Acababa de salir en librerías y me costó una cena con amigos (con su correspondiente traca posterior de bares por San Fernando) hacerme con la novela. Ganó la novela a la realidad, suele pasar, afortunadamente con frecuencia. Prescindí del festín y de la cháchara, omití el esparcimiento etílico (tan goloso entonces) por la lectura de un autor del que no había leído nada y cuya novela (el título, primero) me deslumbró. Era una librería pequeña y la mujer que me atendió me dijo que los soldados no leen, lo que me pareció cierto sin discusión. Yo era una especie de bicho raro (siempre es bueno serlo) para mis compadres de unidad (fusileros, qué desquicio de sustantivo). Lees más de la cuenta, me decía J. El día en que me vio escribiendo (un bloc pequeñito de anillas en el que anotaba frases sueltas) pensó que era raro de verdad, lo cual me hizo escalafonar en su consideración personal hacia mí. En adelante, no me llamaba por mi topónimo (Córdoba) sino por esa manifestación amanuense. Pasé a ser Escritor. Sonaba bien: "Escritor, salimos a las 7, ¿te apuntas?". Fue Marsé el que me dio ese cariñoso apelativo. En alguna ocasión, he recordado esa anécdota, pero ayer (al saber de su muerte) me fue imposible no pensar en ella, no recordar qué hizo este hombre por mí, por lo que soy ahora, por esa parte de mí que escribe y considera la escritura una parte más de mí mismo, como si fuese un miembro y bullera por adentro suya la sangre y el aire. Sangre y aire, Juan Marsé. Algunas de las novelas que leemos se hacen parte nuestra como si en lugar de ser novelas fuesen una extensión de la realidad que nos circunda. Que hoy haya muerto Marsé me ha entristecido. En alguna parte de nuestras vidas, hizo el prodigio de que habláramos sin que intermediara la necesidad de que nos viésemos y las palabras se escucharan y los gestos se miraran. Es lo que tiene la literatura. Así que siento mucho que no esté, no tengo mucho más que decir, no seré un exégeta de su prosa, habrá quien lo haya leído con más hondura que un modesto servidor, pero inoculó ese veneno, el de la escritura. Yo quería ser Marsé. Cultivaría (como él) cierto cinismo preventivo: la constatación privada de estar en el territorio canalla, sin que uno haya vivido la gauche divine barcelonesa de los setenta, aquella época en aquel confín creativo y transgresor y militante. Como uno le quedan lejanos los pasquines y las reuniones revolucionarias (fue contra Franco, fue comunista, fue idealista cuando ir contra Franco, el comunismo y los ideales eran otra cosa que ahora no cunden) me he acordado (recuerdos, no tenemos otra cosa) de sus andanzas arrabaleras, sus historias de barrio, las que de una manera u otra todos hemos vivido y en las que podemos encontrarnos, a poco que se lean y empapen. Conozco Barcelona sin haberla pisado nunca por Marsé, por Mendoza. Les vi ayer en una nota luctuosa de prensa en la que Vila-Matas los acompañaba. He leído tantos de los tres que me parece que podría haberme acercado a ellas y tener, al menos, un par de horas de amena conversación. Los escritores de verdad escriben para que se entable ese diálogo. En ese sentido, Marsé no murió ayer. Se dice eso: que prevalece su memoria, que sus libros están a mano y podemos sentirlos nuestros. 

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