Es difícil ser justo con el castigo que merece quien se aprovecha del dinero ajeno, público o no, porque al privar de libertad a un delincuente, estamos poniendo precio a la vida. No parece muy lógico ser condenado a doce años de prisión por un homicidio y a veinte por apropiarse de fondos públicos, aún con premeditación, alevosía y los agravantes que el Derecho pueda añadir al ilícito penal. Sin embargo, en el caso particular de Dª Marta, al robo -sea legalmente correcto el término, o no- hay que añadir la tomadura de pelo, el desprecio y el desdén con que trató a todos sus compatriotas. Empezando por la mentira -afirmó no haber dispuesto en su vida de cuentas en bancos andorranos- y siguiendo por su famoso “no tenemos ni cinco”, llegamos a un final en el que hizo amasar a su familia decenas de millones de euros mientras Cataluña precisaba ayudas del gobierno central para aliviar los apuros de una población que, como el resto de España, se vio sacudida por la crisis. Jordi Pujol jr. coleccionaba un elevado número de automóviles de altísima gama y declaraba con increíble soberbia sobre el particular, movió ingentes cantidades de dinero después de haber sido imputado y la familia, en general, pasó años sin que el verdadero peso de la ley cayese sobre sus cabezas. Todo esto me produce dolor de tripas, me revuelve, resulta repugnante y apetece desear a esta caterva de delincuentes, penas ejemplares. Después, le viene a uno a la cabeza eso de que vivimos en un Estado de Derecho, y se da cuenta de que la visceralidad es mala compañía de una valoración ponderada. Así que, desde este humilde espacio, solo deseamos a la madre superiora, al abad y al conjunto de monaguillos una condena justa, en caso de ser encontrados culpables, y un cumplimiento íntegro de la misma, en idénticas condiciones que los reclusos comunes. Probablemente sea demasiada la fe que aún conservo, tanto en la especie humana, como en la clase política, pero, como reza el refrán, la esperanza es lo último que se pierde.