Fallida novela negra en la que se sustituye la rudeza de algunos clásicos por un exceso de literatura, de juego literario que deja sin armas a la trama policíaca y vuelve irreales a los personajes, faltos de esa encarnadura que los maestros de la novela negra conseguían mediante la caracterización objetiva y la observación atenta de realidades que acaso nada tenían que ver con las suyas pero a las que sabían revestir con el lenguaje adecuado para que resultaran creíbles y plausibles. "Black, black, black" es un noble intento por abrir otras vías, por sumar otra visión, pero resulta una narración exangüe, producto de una mente demasiado culturalizada, que no atina a descargar de posmodernismo a sus personajes y que no logra llevarlos a esa zona en que nos revelarían sus verdades, las que tan hábil y tan humanamente escritores como Ross Macdonald ponían ante nuestros ojos sin hacernos pensar que eran sólo personajes, una creación sobre un papel. Marta Sanz, una escritora a la que aprecio por otros libros, se ha equivocado al insistir en los recursos comparativos extraídos de anteriores novelas negras -cómo me agradaría no toparme con más alusiones y comparaciones con Marlowe, como en la música radiada no oír más la palabra corazón en las canciones de amor- y de guiños cinematográficos, pues aunque su labor sea la de limpiar y la de situar en otro espacio, en otro país y en otro lugar, no ha escapado a la corriente homenajeadora y forzosamente divertida por la que discurren muchas actuales novelas negras, que llegan a un callejón sin salida y no pueden saltárselo porque se han creado su propio lastre, que es consustancial e indisoluble de la concepción de la historia que nos narran. Son muchos los que han intentado, además, desviar a la novela negra hacia el camino de lo culto y lo evidentemente literario, pero este tipo de postura revela un distanciamiento equivocado, algo altivo y acomplejado, ya que "El largo adiós", de Chandler o "El hombre enterrado", de Ross Macdonald, por ejemplo, son novelas de una categoría fuera de toda duda, cuentan historias de absoluta vigencia, no desmerecen al lado de la más alta literatura y lo han logrado apostando por lo que este género mejor ofrece: la sinceridad como primera arma, la desnudez expositiva, la confrontación de espacios sociales y, sobre todo, el absoluto convencimiento en los materiales usados, que pueden provenir de zonas de derribo pero convenientemente tratados sirven para levantar obras de valía absoluta. No creo que esté todo dicho, que todo se haya contado desde todos los ángulos posibles, no creo que el mundo del siglo XXI, tan injusto y tan marcado por las desigualdades, con tantos problemas mentales y de sentimientos, no ofrezca historias en las que sumergirse con toda la perspicacia, con todo el convencimiento, con valor en sí mismas, alejadas del posmodernismo y de la estolidez. Falta quizá algo más de valor, de libertad, que se conseguirá probablemente apartándose de los circuitos más comerciales, de las plazas donde sancionan los que tienen una tribuna fija, y apostando por llegar de nuevo al corazón del dolor y del deseo de seguir viviendo pese a todos los contratiempos, pese a todas las trampas de la existencia que a cada uno le ha tocado en suerte.