Revista Viajes

Marte. Berovo

Por Marikaheiki

La primera luz en aparecer siempre se llama Marte. Es la hora azul y los abetos y los pinos se convierten en siluetas que parten en dos el cielo y lo resquebrajan. A orillas del lago Berovo, justo en el lugar donde la tierra cambia de nombre y comienza Bulgaria, hay un lugar en la montaña donde no existe la luz creada, solo el cielo. Y entonces surge esto de la nada: un mundo ahí arriba, construido de luces prehistóricas que llevan viajando siglos.

El tiempo es siempre una ilusión, me digo a veces. Dieciséis días de viaje no son nada y han sido un siglo en este recorrer elástico de las horas. Algunas veces, cuando me llega una bocanada del aroma del plátano, o incluso solamente el roce sencillo de un soplo de aire pienso que puedo vivir dos o mil vidas al mismo tiempo: cada una de las que ya tuve y todas las que faltan por venir. Me gusta Einstein porque una vez me dijo que no existe una línea: todo ocurre en un momento eterno. Bajo las estrellas, en este lugar en medio de una nada que lleva existiendo siglos, imperturbable, comprendo todo: que no es tanto que haya un tiempo como que haya una velocidad de la conciencia. Recuerdo cuando hablábamos de sueños lúcidos, de viajes por la mente del universo, y me parece que esta es una pieza más de ese puzle interestelar. Las estrellas me lo cuentan, pero solo oigo sus canciones muy de noche, en lugares donde no hay hombres que habitan, sino hiedra y agua.

Entonces se escucha también el latir de la tierra. Se escucha el chasquido que los árboles hacen con sus hojas, y me asusto y quiero creer que es un coche pasando, porque a veces da miedo saber que se está tan solo en medio de cualquier lugar sin nombre, y la naturaleza se pone a charlar con el viento y los murmullos de las polillas y la bruma de estrellas. Me pongo el frontal y con la luz ilumino un metro alrededor y solo hay verdes oscuros. ¿Soy yo también color verde oscuro en la noche? No pienso en Dios: pienso en los insectos y las libélulas que son minúsculos, y en mi cuerpo que es solamente un átomo cuando las estrellas son las que me miran a mí. Son incandescencia. Me gusta esa palabra. Es como magia, creo. Como polvo de hadas que se petrificó entre corrientes de aire lunar. Son nebulosa.

Los cielos firmes me hacen pensar que tienen que existir razones que son obvias para que todo esté ocurriendo, pero que bajo el sol se diluyen y hace que las cosas y la vida parezcan fortuitas, cuando en realidad no hay un azar que guie ni mande. Que hay un ritmo interno que lo mueve todo, que me empuja a mí y a ti a cada paso, hasta que en un camino de tierra nos encontremos.

¿Sabes qué pasa? Que soy un lobo de noche, que tiene los ojos amarillos y siente lo que no puede verse. Pero solo ocurre en pequeñas dosis, cuando no hay lunas, cuando la oscuridad es tan fuerte que se opacan los deseos y las formas del mundo. Desaparece todo y entonces la nada se convierte en esa cosa enorme que tiene más significado que todo lo vivido. Es decir: que solo en esta oscuridad que es gigante y que recorre cientos de kilómetros me lleva el compás del universo. No existo. No soy yo, ni tú, ni nadie es, sino que formamos parte de una cadena de elementos imprevisibles que se engarzan con hilos de oro. Qué lindo cielo ahí arriba. Quiero morderlo, acariciarlo, dormir con él,  como con los rosas del lago.

Alrededor no hay nada creado, ni re-creado, sino lo original. Este bosque me lleva a mí como una huella en las cortezas, porque es invariable como el tiempo. Solo las estaciones lo maquillan de rojos y blancos, y entonces el lago Berovo se congela y mueren las carpas y las truchas y con el deshielo se limpia el olor a humo de leña. Se apagan los farolillos tras los cristales y llega el silencio de tumba y entonces nace la noche.

 

Hoy hay cigarras que cantan también. Entonces me convierto en el polvo de estrellas que es eterno.


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