Sería asunto baladí que cualquier colectivo pujase en Río de Janeiro por la retirada del imponente Cristo Redentor que, desde 1931, figura como santo y seña de tan impresionante urbe brasileña. Desconozco la creencia religiosa del italiano Guglielmo Marconi –si es que tuviera alguna– pero lo cierto es que el afamado inventor, Nobel de Física en 1909, colaboró activamente en su instalación. Se trata de una extraordinaria escultura de 38 metros de altura y 1.145 toneladas de peso que pretende simbolizar, con sus brazos abiertos, el amor fraternal. Raro será que quien recale por Río, sea creyente o agnóstico, no suba hasta el Corcovado para contemplar en su esplendor tamaña obra.
En mi tierra también se levanta sobre la pedanía murciana de Monteagudo otro Cristo, más modesto y de sólo 14 metros de altura. No alcanza pues las dimensiones del brasileño, pero es difícil no divisarlo desde los alrededores de la capital por su estratégica ubicación. Podríamos decir que, como en el caso carioca, muchos murcianos ven en él una suerte de faro que guía, a modo de brújula, en ocasiones su devenir. Nadie públicamente hasta la fecha había reparado en que su visualización pudiera herir sensibilidades. Hasta ayer mismo. Basándose en que el Estado Español es aconfesional (totalmente de acuerdo) y amparándose en la legislación emanada de una sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, un grupo de juristas pide que el Cristo sea desmontado. Uno de los argumentos en el que se fundamentan sus tesis los solicitantes es que la mencionada estatua está situada sobre “un antiguo castillo musulmán, cuya belleza destroza, dicho sea de paso”. Al tiempo, recuerdan que el originario (de 1926) “ya se retiró en septiembre de 1936, bajo la Constitución republicana que proclamaba, como ésta de ahora, la aconfesionalidad del Estado”.
No hay que ser muy ducho para colegir que, apenas dos meses después del estallido de la Guerra Civil, la ferocidad por destruir cuanto recordara a los insurgentes era tan descomunal que, por tanto, en la situación excepcional que se vivía, acabar con aquella imagen era lo menos que podía ocurrir. Y sí, en efecto, en 1951 la corporación municipal de la época aprobó su restauración. Mas entrado el siglo XXI, y con la que está cayendo en nuestro país, reparar en algo que en tantos años nadie cuestionó se me antoja de todo punto oportunista. Al igual que no asumiría que un Estado aconfesional siguiera alojando crucifijos en las aulas de los colegios públicos, tampoco compartiría que cuanto no comulgase con lo que unos piensan tuviera que ser demolido y apartado de la frontera visual de la ciudadanía. Quizá por eso, como siempre se dijo, para algunos el sentido común resultara a veces el menos común de los sentidos.