Me
encontré por primera vez con la poesía de Martín
López-Vega (Llanes, Asturias, 1975) en la revista Clarín, en algún momento de la segunda mitad de los años 90
del siglo XX. Posiblemente fue en 1997, porque me parece recordar que yo tenía
23 años y me sorprendió leer en una revista la poesía de alguien más joven que
yo, alguien que en el momento de la publicación de los poemas debía tener, como
máximo, 22 años.
Me gustaron mucho aquellos poemas que encontré en la revista
Clarín.
Después llegué a los libros de López-Vega que empezaba a editar la editorial
DVD y los iba comprando según salían: tengo La emboscada (1999), Mácula
(2002), Extracción de la piedra de la locura (2006), otro que le
publicó Visor, titulado Árbol desconocido (2002) e incluso
uno escrito en bable y que compré como recuerdo en Llanes, el pueblo natal de
López-Vega, titulado Esiliu (1998);
al abrir este último he podido desplegar la hoja que me hice con un diccionario
autodidacta castellano-bable. Me falta al menos uno de los que publicó con DVD.
A ver si lo busco.
Me
gustó mucho encontrarme a aquel poeta tan joven en las páginas de la revista
Clarín, hace ya más de 15 años. Me sentí muy identificado con sus versos, y
diría que en cierto modo me resultaron inspiradores.
Dejo
aquí alguno de sus poemas:
EL INVIERNO EN LLANES
Dagerous pavements
but this year I face the ice with grandfather´s stick
Seamus Heaney
Mi abuelo me había
hablado de estas cosas: el invierno
no es la nieve, tan
extraña en los pueblos de la costa;
el invierno no es sentir
como la lluvia
te cala los huesos, es
sentirla
penetrar por las mil
cicatrices del alma,
muy despacio,
inevitablemente. Es sentir
el frío no en las
piernas al volver a casa,
sino en las yemas de los
dedos
por cada tacto no
recordado. En realidad
mi abuelo nunca me dijo
estas cosas; o al menos
no me las dijo
claramente, me las dejó leer
en el cansancio de sus
ojos, o tal vez
las leí a escondidas
mientras él las releía
escritas con letra
indeleble, punzante, con letras de sal
en la carne viva de su
propio corazón. Aquel dolor
me resultaba entonces
incomprensible, de tan antiguo.
Hoy que el invierno
llama a mi puerta, no muy fuerte,
porque no es necesario,
porque sé que no me queda
otro remedio que dejarle
entrar, he recordado
aquellos ojos; su forma
de caminar, tan rápida,
no por llegar antes, ni
por huir, a sabiendas
de que aceptar tarde la
derrota no la atenúa.
Hoy que los caminos se
abren ante mí
más resbaladizos que de
costumbre,
helados por las dudas
antiguas,
salgo de igual modo a la
calle,
resignado, pero libre de
temores,
afrontando el hielo con
el bastón de mi abuelo.
TERRAZA
Desde mi terraza se ven
dos mares,
y aún hay sitio en la
memoria para uno más.
Dos mares con sus dos
horizontes,
con sus leyendas de
dragones y naufragios,
de batallas y
conquistas,
con toda la historia que
existe, además de la de los hombres.
Dos mares incontables
como las gotas de agua que los forman.
Dos mares inmensos como
mi mirada cuando los contemplo.
Y, sin embargo,
inagotables, inabarcables,
dejan espacio en la
memoria para otro mar.
Otro mar que no está. Que
tiene también su historia
y cuyo naufragio mayor acontece
ahora.
Dos mares, y yo pienso
en otro.
Hay cosas así de
intensas:
necesitamos toda la vida
para terminar de vivirlas—
así este mar que vuelve,
este mar que no existe,
este mar que anega todas
las cosas.
CAFÉ ATLÁNTICO
Un viejo café colonial
frente al puerto
de una ciudad a la que
vuelves, mas no regresas
-no hay ningún recuerdo
que haya permanecido
salvo la lluvia de una
tarde por lo demás ya lejana.
Hay al lado un British
Bar pero esto no es Lisboa
y las agujas de todos
los relojes corren en la dirección cierta.
Hace un año escribiste
aquí, bajo el volcán, versos
que hubieran podido ser
los últimos.
Haces recuento: nada ha
ocurrido desde entonces
que justifique el
arrepentimiento. Hoy la has conocido
-y has abierto su bolso,
buscando algo,
y has entrado descalzo
en su cuarto,
habéis hecho el amor de
esa forma mecánica aunque hermosa
que aún sirve de alivio
del cuerpo, pero no ya del alma.
Dejas aquí su nombre,
Laura, para cuando se haya borrado.
Ha vuelto el ejercicio
del amor, pero no su fuego.
Al menos esta vez
quedará algo en la memoria:
la curva minuciosa de
sus pechos,
los sonidos del orgasmo
-los mismos que
repetiremos, a solas, en la agonía.
Y para finalizar un
poema en bable del libro Esiliu, el
que hizo que abriese el libro con recelo, pero al ver que entendía los versos, lo
compré:
JACK KEROUAC FALA CON JOYCE JOHNSON (1957)
Entá remembro aquelles tres selmanes
on the road; “nin pa dormir dexabes
la escritura”, dixérame Lucíen, y tenía razón.
Y dempués, pasaren seis llargos años
con aquel rollu de papel na maleta,
refugáu polos editores. ¿Contárate d’aquella temporada
na que fui revisor nos trenes de la Southern Pacific?
Agora, a la fin, tengo’l llibru ente les manes,
Joyce, y ehí tienes tú’l New York Times de mañana,
¿vieras cómu m’empondera la crítica?
Mañana yá nun sedré ún más,
saldré de la masa anónima.
Y eso nun me fae feliz. L’ésitu
previsible ye l’ésitu del que fuera fae diez años.
Agora toos quedrán falar con él,
y yo tendré que dir a buscalu.
Quedrán que diga, yá sabes, que faiga
definiciones de la nuesa xeneración,
que postule sobre América y el descontentu,
y naguarán porque–yos cuente dalguna aventura picardiosa.
Diré a buscalu. Fadré por contesta–yos.
Pero él nun sé si quedrá falar col so asesín.