Martín tenía diecisiete años y no conocía otra cosa. Quizás no se conocía ni a sí mismo. Sentado en una no muy segura hamaca, que él mismo había construido con mantas viejas en la era de sus abuelos, recordaba con nostalgia los años en los que no tenía por qué pensar en responsabilidades más allá de si hacer carreras de bicis por la rambla o allanar sin mucho éxito casas de paisanos que sólo llegaban con los meses de calor.
Pensaba en Marcos, su mejor amigo, que aunque rozara ya la veintena y vivía en Madrid, regresaba cada verano y cada Navidad, con ganas de cañas en el bar y braseros con castañas asadas. Pensaba en sus primos, casi todos chicos menos dos niñas mimadas que siempre lo conseguían todo; cuántas trastadas juntos, cuántos secretos compartidos.
Pero, sobre todo, pensaba en Sara. La dulce Sara. Recuerda perfectamente la primera vez que la vio. Era el quince de agosto de 2012 y Albuñán celebraba sus fiestas patronales. Todo el grupo de amigos, que por aquellas fechas se quintuplicaba, merodeaba al lado de la barra y bailaba al son de la orquesta, algunos con más acierto que otros. Todos menos Sara. Sara siempre estaba sentada, protegida por sus padres, oyendo sin escuchar y viendo sin observar lo que a su lado acontecía.
A ella no le gustaba el pueblo, ni los pueblos en general. La primera vez que Martín logró sonsacarle dos palabras, mientras le arreglaba la cadena de la bici la cual se le había soltado en plena calle real, supo que no era feliz allí. Supo eso y que sus ojos, tan verdes y brillantes, eran inquietantes. Y que su boca, lo atraía continuamente, sin poderlo evitar.
A Sara no le gustaba el pueblo, pero le gustaba Martín. Y a Martín le gustaba Sara. Y desde aquella esperanzadora mañana, se volvieron inseparables. Él se esforzaba continuamente por enseñarle cada rincón de aquel lugar que lo había visto crecer; del cual conocía cada recoveco y trampa.
Le habló del placer de ir y volver al colegio caminando entre olivos y almendros. De las tardes de primavera, en la que él y los pocos amigos que aún sobrevivían allí pasaban las horas tirados en la calle, urdiendo fechorías que los mantuvieran entretenidos. Le contó cómo sufrían sus manos en los primeros días de diciembre, cuando tenía que ayudar a sus padres a recoger las aceitunas, y así tener el aceite asegurado todo el año. Le contó que en los duros días de febrero le encantaba caminar hasta la fuente, desde donde veía levantarse orgulloso y regio el blanco perfil de Sierra Nevada. Cómo había muchos momentos en los que se sentía desubicado, dilucidando si la vida fuera de allí sería más completa o, por el contrario, más infeliz y contaminada.
Le enseñó estas cosas y muchas más; le enseñó a amar su pueblo tanto o más como él lo amaba. Y mientras más le enseñaba, más se enamoraba de ella.
Al primer verano con Sara, le siguieron dos más. Nueve meses de espera valían la pena si la recompensa era su hermosa sonrisa, que era capaz de hacerle olvidar cada pesadilla del invierno.
Pero, al que hizo tres, ella no regresó. Martín preguntó, indagó y se topó con la realidad de una universidad en el extranjero, que, según le dijeron, la mantendría muy ocupada durante varios años. Su inocente mundo se desvaneció y los fantasmas aparecieron de nuevo, haciéndole más reservado pero a la vez más fuerte.
Hoy es quince de agosto y la hamaca se balancea al son de su nostalgia. Ella no estará sentada en esa silla y, si algún día regresa, ninguno de los dos será un niño deseoso de libertad y sueños. Pero, mirando a su alrededor, no puede evitar sonreír. Martín sabe que cada vez que Sara vea un pájaro beber, un árbol florecer, una brisa de aire acariciar su rostro, una noche estrellada, pensará en él y en todo lo que él le enseñó.
Pensará en el pueblo, lleno de tradiciones y esperanzas. En los paseos de la mano contando las amapolas de los campos, en los besos furtivos mientras el agua del río les hacía cosquillas en los pies. Porque el pueblo es Martín y Martín es el pueblo.