Un centenar de Hermanos Musulmanes “mártires” de la represión del ejército egipcio esta semana. O dos centenares, que ya llegarán, porque el número crecerá.
Son miembros de una secta islamista cuyo líder, Mohamed Morsi, fue elegido presidente hace trece meses con una ínfima minoría, y destituido por el ejército el pasado 3 de julio.
Cien mil muertos en la guerra civil Siria, y subiendo. Mientras, en Irak se matan chiitas y sunnitas. Irán sigue construyendo instalaciones nucleares cuya destrucción quieren los sunnitas.
Continúan las luchas entre los palestinos laicistas de Al-Fatah, los islamistas de Hamas y los chiitas nazis de Hezbolá, mientras, sólo de momento, se incuban más confontaciones en Líbano, Libia, Túnez, Argelia y en algunas provincias de los Emiratos.
Arde el mundo árabe en sus habituales guerras de religión, esta vez con leve influencia de ilustrados y laicistas que quieren libertad y apoyan todo combate contra el fanatismo.
Pelean Alá, Mahoma y los Omeyas, en la interpretación sunita, contra el Alá, Mahoma y Hussein, su nieto, en la visión chiita: como en Kerbala, año 680.
Desde el golpe del general Al-Sisi, sunnita menos fanático, los militares repelen las revueltas de los seguidores del expresidente.
Los Hermanos Musulmanes se presentan como mártires. Practican la taqiyya o engaño islamista para convencer al mundo ingenuo de su bondad.
Consiguen así la simpatía, sobre todo, de la izquierda occidental, que recuerda su acceso democrático al poder, pero olvida que Hitler llegó igual.
Olvidan también que esos Hermanos Musulmanes de Morsi empezaban a imponer la sharia como única ley y que apoyaban discretamente a Al-Qaeda porque tiene igual objetivo.
Sus portavoces valoran públicamente a la mujer como a camellos y mulos, exigen la lapidación de adúlteras, el degüello de los apóstatas y la ejecución de homosexuales.
El que ahora mueran luchando contra unos golpistas no los hace buenos. Son mártires porque no les dejaron llegar a verdugos.
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SALAS