Edimburgo, ciudad de misterios, de sombras, de leyendas y de fantasmas, fue arrasada en el siglo XVII por la peste bubónica. Tanta eran las personas que morían cada día de este mal que tuvieron que enterrar a los muertos en fosas comunes simplemente forrados con mantas pues la madera para los ataúdes se había acabado. Y tanto trabajo tenían siempre los sepultureros que muchas de esas fosas ni siquiera eran profundas así que, debido a la natural putrefacción del cuerpo humano tras la llegada de la muerte, la contaminación del agua que por vía subterránea circulaba por la urbe era inevitable.
El Mary King’s Close, el callejón de Mary King, se convirtió en uno de los principales focos, seguramente por la pobreza, por el hacinamiento de sus habitantes y por lo fácilmente que esta plaga pasaba de unos a otros. Una vez la peste bubónica apareció en esta calle corrió como un reguero de pólvora. Las escenas que allí se vivieron pronto se tornaron desgarradoras. Cada día eran más los que aparecían tambaleándose por las calles con manchas negras sobre la piel, los ganglios terriblemente inflamados y el cuerpo cubierto de llagas dolorosas.
Muchos son los que cuentan que las autoridades locales, presas del miedo a un contagio masivo e imparable, decidieron ir levantando muros que apartaran esta humilde calle del resto de los habitantes de la ciudad, y con ella a todos los enfermos de tan terrible y contagiosa enfermedad, y que Mary King’s Close terminó convirtiéndose en una serie de callejones oscuros subterráneos bajo las calles empedradas por las que paseaban despreocupados los que gozaban de buena salud.
Pero la realidad es que se aprovechó la construcción de un nuevo ayuntamiento, edificio que hoy en día sigue en pie en plena calle Royal Mile, para tapar un área que provocaba la vergüenza de los que ansiaban una ciudad renovada debido, sobre todo, al mal olor provocado por la inexistencia de un sistema de alcantarillado para la eliminación de los deshechos corporales. Como los callejones entre las casas desembocaban en un descampado, a cierta hora del día el pequeño de la casa tenía que salir a la puerta, avisar a sus vecinos con un “Garde Loue”, y vaciar el cubo para que se perdiera calle abajo. El descampado llegó a convertirse en un lodazal pestilente realmente insoportable.
Fueron pasando los años, Edimburgo siguió creciendo, y más muros se fueron levantando y esta zona quedó casi olvidada en una nueva y floreciente ciudad. Pero con el tiempo una serie de historias sobre almas surgieron y han llegado hasta nuestros días.
Historias como las de Annie, la niña que entró en contacto con una médium que por allí pasó y contó como sus padres habían muerto dejándola sola, en 1644, en un camastro que se convertiría en su tumba. La médium hizo un regalo al espíritu infantil que tanto le había impresionado: puso un juguete sobre un viejo arcón que había en un rincón. Dijo entonces a todos los que quisieron escucharla, y fueron muchos pues esta mujer era muy conocida en su Japón natal como parapsicóloga.
Aiko Gibo, que así se llamaba, dijo que Annie nunca se sentiría sola mientras hubiese juguetes allí colocados. Nació así una tradición que muchos han querido seguir y que es una de las más famosas de Edimburgo.
Hoy los turistas caminan con cierto recelo por sus callejuelas. Dicen que, al entrar, el aire es tan denso que te cuesta respirar y que el silencio es tan ensordecedor que pareces vivir el terror de aquellos días. Al entrar te recomiendan no ir demasiado abrigado. A esto se añaden las cientos de leyendas sobre presencias fantasmales que tantos testigos dicen haber visto: niños de tristes caras enfermas que se desvanecen en las sombras, una cabeza barbuda que aparece sin ser llamadas, bebés que gritan de dolor, madres que suplican por la vida de sus hijos, incluso animales espectrales que no dejan de correr más allá del tiempo y del espacio.