Revista Educación

Mary P.

Por Siempreenmedio @Siempreblog

MaryP

Le gustaban grandes. Bolsos grandes, muy grandes. Los llenaba poco a poco de todo tipo de cosas, hasta que le terminaba pareciendo que faltaba espacio. Entonces compraba uno mayor.

Era una escena habitual verla dedicar varios minutos en la puerta del portal a escarbar en su interior para encontrar las llaves. Metía la mano y, palpando el fondo, identificaba el móvil, las gafas de sol, un neceser, una libreta, unas toallitas, un botellín de agua, un espejo, un paquete de chicles, un bolígrafo… Sacaba por fin unas llaves, pero, con probabilidad “murphiana”, primero aparecían las del trabajo, luego las del coche y, siempre las últimas, las de casa.

Sucedía algo curioso… porque, conforme sus bolsos se iban haciendo más y más grandes, ella iba menguando. No era mera cuestión de proporción, realmente estaba encogiendo. Siempre fue una mujer menuda, cierto, pero ya hacía tiempo que parecía una niña. Tenía que meter el brazo hasta el hombro para poder atinar con algo dentro de aquellos maletones. La última vez que la vi, iba empujando un bolso enorme desde uno de sus lados y juraría que le había puesto unas ruedas en la base para ser capaz de desplazarlo.

Algunos vecinos cuentan que la vieron dar un salto para asomarse al borde de su nueva adquisición, meter la cabeza y los brazos y agitar fuertemente las piernas para no perder el equilibrio. Supongo que, en una de esas, se escurrió y cayó dentro. La imagino sobreviviendo a base de migas de galleta. Quedándose dormida con el aroma de las muestras de perfume, arropada entre los resguardos del cajero y acunada por la marea creada por su móvil, que no pararía de vibrar.


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