Imagina por un momento que le explicas a un niño cómo andar en bicicleta. Puedes describir cada movimiento, dar consejos, ilustrar con gestos… pero la realidad es que, hasta que lo intenta una y otra vez, el verdadero aprendizaje sucede en un terreno silencioso e indescifrable.
Ahí, en ese espacio interno donde la intuición y la experiencia se entrelazan, habita el conocimiento tácito. Pero, ¿qué pasa cuando trasladamos este enigma al mundo de la inteligencia artificial (IA)?
¿Qué es el conocimiento tácito?
El término fue introducido por Michael Polanyi en los años 60, cuando acuñó la famosa frase: “sabemos más de lo que podemos decir”. El conocimiento tácito es ese saber que no cabe en palabras: la destreza de tocar el violín, la intuición certera de un cirujano, la capacidad de un agricultor para predecir la lluvia. Es el resultado de años de práctica, observación, errores y aciertos. No es un manual, es vivencia.
Lo interesante es que cada persona construye su propio compendio de conocimiento tácito. No hay dos iguales; ni se puede copiar, ni transferir con un simple “hazlo así”. Un aprendiz debe acompañar a un maestro, observar, intentar, equivocarse y, tras mucho tiempo, finalmente interiorizar algo que puede resultar invisible incluso para el experto.

¿Puede una máquina tener conocimiento tácito?
Aquí empieza la magia (y el dilema) de la IA. Cuando entrenamos un modelo profundo, sus capas ocultas almacenan patrones y relaciones que ni el ingeniero más hábil puede descifrar a simple vista. Las famosas “cajas negras” de la inteligencia artificial no son solo una metáfora: como los humanos, “saben” cosas que no pueden explicar. Un modelo reconoce una manzana entre miles de imágenes, o traduce lenguas complejas, pero preguntarle el “por qué” de sus aciertos puede ser tan infructuoso como intentar averiguar por qué un músico hace una pausa sublime en el momento justo.
Sin embargo, surgen diferencias cruciales cuando miramos de cerca este “conocimiento oculto” de las máquinas. Para empezar, una vez que una IA aprende algo, ese saber se puede transferir casi instantáneamente a miles de otras máquinas. Copiar los parámetros de un modelo es tan fácil como copiar un archivo. Imagínate clonar la visión clínica de un neurocirujano para todos los hospitales del mundo con un solo clic: ese sería el as bajo la manga de la IA.
El lado colectivo y la “mente colmena”
En este sentido, el aprendizaje distribuido en IA es revolucionario. En la agricultura, por ejemplo, robots dotados de IA pueden aprender a distinguir entre maleza y cultivo, y compartir sus hallazgos con toda la flota. Cada “nuevo error” corregido por uno, se convierte en aprendizaje para todos.
La tasa de aprendizaje colectiva se dispara, elevando la eficiencia y robustez de los sistemas automatizados más allá de lo imaginable en humanos. El conocimiento tácito (llamado aquí “conocimiento oculto” de la IA) no se disemina lentamente a lo largo de décadas ni generaciones; se propaga en segundos.
Riesgos de la uniformidad
Esto, sin embargo, tiene riesgos. Si toda la tecnología aprende lo mismo y de la misma manera, los errores, sesgos y defectos se multiplicarán igual de rápido. Además, la diversidad de enfoques y perspectivas, piedra angular de la creatividad humana, se diluiría. La historia está llena de innovaciones nacidas de lo diferente, de visiones disonantes que rompieron el molde. Si todos los modelos de IA funcionan bajo los mismos parámetros, ¿qué ocurre con la innovación y la resiliencia frente a escenarios imprevistos?
En el caso de los sistemas agrícolas inteligentes, si las IAs evolucionan sin diversidad y enfrentan plagas que “aprenden” a engañar al algoritmo dominante, los modelos pueden quedar obsoletos de golpe. La ruptura de la diversidad puede representar, paradójicamente, el talón de Aquiles de un sistema a priori invencible.
Trazando paralelismos: prueba y error como brújula
Tanto en humanos como en máquinas, la validación del conocimiento tácito o oculto ocurre en el terreno de la práctica. Los exámenes, las competencias y los resultados en la vida real son el equivalente humano a los “benchmarks” de la IA. No importa cuánto creamos entender los procesos internos, al final, confiamos en los resultados y la experiencia repetida para juzgar la maestría, ya sea de una persona o de una máquina.
Además, ambos tipos de aprendizaje, en ocasiones, encuentran límites. No todo puede simularse o transferirse: hay contextos, detalles y matices que la realidad, la naturaleza o el azar imponen como barreras. Ni el mejor simulador puede prever todos los matices de cultivar árboles durante décadas o enfrentar accidentes imprevistos en la carretera.
El desafío vital: entender lo inexplicable
Entonces, ¿qué podemos aprender de este paralelismo? El primer desafío es aceptar que ni la mejor tecnología ni la mente humana podrán alguna vez hacer totalmente explícito todo su saber. Pero también hay una advertencia: debemos cuidar la diversidad en el desarrollo de IA y ser conscientes de sus sesgos ocultos.
La transparencia, la pluralidad de enfoques y la validación constante son tan necesarias como la sofisticación de los modelos.
El conocimiento tácito, ya sea humano o artificial, es uno de los grandes misterios del aprendizaje. Nos obliga a ser humildes ante el alcance de nuestro propio saber y prudentes en el diseño de inteligencias que, aunque prometen revolucionar el mundo, pueden tropezar en los mismos misterios que desafían a la humanidad desde siempre.
Comprender, fomentar y proteger la diversidad de saberes, humanos o artificiales, es clave para un futuro donde la inteligencia, más que una copia exacta, sea una sinfonía de experiencias y aprendizajes invisibles.
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