Revista Religión
Leer | Juan 11.3-6 | Cuando uno se siente decepcionado, es fácil culparse a uno mismo y a los demás. Con frecuencia, es difícil saber qué decir o qué hacer debido a lo doloroso que es identificar la causa o el propósito de la frustración.
La decepción es una respuesta emocional a nuestro propio fracaso —o al de otra persona— por alcanzar un sueño o una meta. Esto puede resultar en la pérdida de fe en una persona en quien confiábamos.
El Evangelio de Juan nos dice que Jesús amaba a Marta, María y Lázaro. Por esto, las dos mujeres no sintieron la necesidad de decirle al Señor nada más que “el que amas está enfermo” (Jn 11.3). Su expectativa era que tan pronto como el Señor Jesús oyera estas palabras vendría a sanar a Lázaro. Pero el Señor no se presentó sino dos días más tarde.
Cuando Marta se encontró con el Señor Jesús, estaba decepcionada porque Él no había venido de inmediato, y su demora permitió que Lázaro muriera. No entendía por qué no había respondido a tiempo.
Pero, en verdad, Dios tiene una razón para las decepciones que permite en nuestra vida. Podría evitarlas, pero quiere que descubramos su propósito. Su deseo es que vivamos por fe, y que permitamos que nuestras circunstancias lo glorifiquen (Jn 11.4, 25).
Cuando vengan las decepciones, ¿se apartará de la voluntad del Señor para su vida? ¿O descubrirá que está comenzando a entender el propósito de Dios, para que pueda aprender de esas situaciones? La respuesta correcta es simplemente confiar en Él.
(En Contacto)