Pedro Paricio Aucejo
Si la familia es la primera estructura en cuyo seno se transmite el aprendizaje de la vida y las nociones fundamentales que nos conforman como personas, la del escritor salmantino José María Gabriel y Galán (1870-1905) –afincado posteriormente en Cáceres, donde falleció– no solo no fue una excepción de esta regla general, sino que propició que el poeta encontrara en ella el santuario de su felicidad. Nacido en un linaje de labradores de Frades de la Sierra, mientras que en su padre halló la austera fortaleza del hogar, en su madre –de acuerdo con las costumbres de su tiempo– tuvo el hontanar de su fe católica.
Sin menoscabo del ambiente cristiano asimilado por Galán en la escuela y la parroquia de su pueblo natal, fue su madre (lectora de Kempis y Santa Teresa, mujer serena, inteligente y sensible) la principal educadora de la dimensión espiritual de su vida: “Arrulló mis sueños…/¡Cómo poderlo olvidar/ si ella me enseñó a marchar/ por la senda del deber/, y ella me enseñó a rezar/, y ella me enseñó a creer!…/ Ella me supo infundir/ esta santa fe cristiana/ que me ha ayudado a vivir,/ y ha de ser quizá mañana/ la que me enseñe a morir.” No en balde fue la persona más cantada por su hijo en sus poemarios.
Pero la lírica de este maestro de profesión –y, una vez casado, administrador de la hacienda familiar– ensalzó fundamentalmente las tierras y las gentes de Salamanca y Extremadura. Galardonado en varios certámenes de Juegos Florales, su obra poética se apartó temáticamente de las tendencias modernistas surgidas en los últimos veinte años del siglo XIX, nutriéndose de la belleza que manaba de su entorno natural y la sabiduría de la existencia campestre. Más aún, su producción literaria maduró por el sosiego y el contacto con las gentes, los usos y las tradiciones del campo en aquella época. En sintonía cordial con todo ello y, en reconocimiento a este legado recibido, enalteció los tradicionales valores campesinos. Con ‘sencillismo poético’, en sus versos –al igual que en sus cuentos– expresó sentimientos muy arraigados en la conciencia colectiva de aquellas tierras, por lo que alcanzaría amplia popularidad.
Intérprete de la naturaleza austera, su experiencia contemplativa de ella le llevó una vez más hasta Dios, al que no consideró un Ser lejano y desentendido del mundo, sino que le reconoció en el interior del hombre, donde habitaría para –en su omnipotente providencia– vivificarle y hacerle feliz (“¡Mejor que fuera de ella te siente dentro de su abismo el alma!”). De esta forma, como una consecuencia natural de sus profundas convicciones espirituales, la religiosidad impregnó toda la obra de este literato, en la que prioritariamente vertió las virtudes propias de su concepción de la vida¹. Su palabra recia de cristiano confiado en el amor de Dios y comprometido socialmente fue un canto sereno y esperanzado, pero también delator de la injusticia con el pobre.
A pesar de que en la piedad popular de su tiempo predominaba una peculiar devoción a los santos, la madurez espiritual de Gabriel y Galán le elevó en este punto sobre sus coetáneos, de modo que, a pesar del firme catolicismo que distingue a su poesía, sus versos no exaltaron a ningún bienaventurado a excepción de Santa Teresa de Ávila. El conocimiento de los beneficios del magisterio espiritual de la descalza universal fue propiciado –sin duda– por la influencia formativa de su madre y por su personal vivencia del Dios de la intimidad, pero también probablemente por la agudeza pastoral de los obispos salmantinos de finales del XIX (en especial el agustino P. Cámara), que, aprovechando la ubicación del sepulcro de la Santa en Alba de Tormes, promovieron en sus parroquias el acercamiento de los fieles a los escritos de la mística.
Sea como fuere, es digno de resaltar –como colofón de lo expuesto– el soneto A Teresa de Jesús, en el que singularmente canta a la carmelita abulense en los siguientes términos:
Mujer de inteligencia peregrina
y corazón sublime de cristiana,
fue más divina cuanto más humana
y más humana cuanto más divina.
Hasta el impío ante tu fe se inclina
y adora la grandeza soberana
de la egregia doctora castellana,
de la santa mujer y la heroína.
¡Oh mujer! Te dará la humana historia
la gloria que por sabia merecieres;
mas con el mundo acabará esa gloria,
que por ser terrenal no es sempiterna.
¡Tú, Teresa de Ahumada, al cabo mueres!
¡Teresa de Jesús, tú eres eterna!
¹Cf. al respecto, SÁNCHEZ Y SÁNCHEZ, DANIEL, La religiosidad de Gabriel y Galán, en ‘SALAMANCA, Revista de estudios (52)’, Monográfico José María Gabriel y Galán-Estudios conmemorativos en el centenario de su muerte, Diputación de Salamanca, 2005, pp. 195-224.