Revista Opinión

Más madera

Publicado el 07 enero 2011 por Rbesonias
Más madera
Hasta no hace mucho, se daba por supuesto que la corrección política y el respeto cívico al adversario eran reglas indispensables del juego electoral. Las últimas catalanas han demostrado que estrategias agresivas para alentar la empatía del electorado no solo no se interpretan por éste como una agresión moral, con el consiguiente descrédito del autor, sino que, contra lo que pudiera parecer lógico y recomendable, reciben con entusiasmo el apoyo popular, captando la atención tanto del electorado converso como de aquel que navega sobre las procelosas aguas del desconcierto ciudadano. El propio alcalde de Valladolid está convencido de que las declaraciones que publicó contra Pajín le serán provechosas en comicios venideros. Y puede que no le falte razón. La ciudadanía quiere sangre, aliviar a través de los exabruptos envenenados del demagogo su indignación, y no pocos políticos han quemado su código deontológico para ceder al ardor guerrero de las masas encabronadas, convencidos de que la partida será suya.
El modelo de merchandising electoral está cambiando. Los partidos políticos comienzan a confiar en que los excesos retóricos durante las campañas pueden ser sostenibles, pese a que con ello pudiera ser cuestionada su moralidad. Bajo el despotismo ilustrado de darle al pueblo lo que quiere, no sería extraño que en las siguientes campañas electorales aumentara esta tendencia a banalizar los discursos y spots políticos, utilizando estrategias extraídas de los reality shows y demás subproductos de la televisión basura. Insultar al adversario, protegiéndose bajo el velo del chascarrillo inocente, es solo la punta de un fértil iceberg de posibilidades. Recordemos el orgásmico elogio al voto con el que las juventudes del PSC animaban al soberano, a María Lapiedra, echándose un baile sinuoso a mayor gloria de Laporta, o el inefable videojuego de matailegales, auspiciado por la candidata del PP, Alicia Sánchez-Camacho.
Este cambio de tono en las campañas no obedece a una improvisación. Por el contrario, existe un cálculo arriesgado hacia este tipo de publicidad política, influidos por las nuevas tendencias importadas del amigo americano. Las últimas legislativas en EE.UU. fueron quizá las más agresivas de su historia, protagonizadas por acusaciones de adulterio, insultos, amenazas y poses propias de un capo mafioso, chistes sexistas, de sal gruesa, y descalificaciones contra las adversarias femeninas. Hubo de todo y para todos los estómagos. Y ¿pasó algo? Nada. La ciudadanía volvió a sus quehaceres cotidianos, unos quizá escandalizados con esta feria de vanidades, otros hasta sonreirían, alabando el arrojo castrense de sus representantes políticos. Lo que importa al partido es el resultado final. Además, el riesgo de caer mal al electorado es cada vez menos probable. Luego, echemos más leña al fuego. El pueblo pide más madera y el partido sale beneficiado. Mal que nos pese, el reality político consigue votos. La ciudadanía aplaude este circo romano. Todos contentos. El político en su escaño y el ciudadano, un poco más aliviado al comprobar cómo la lista de insultos que él quisiera empotrarle al político de turno, la oposición lo larga a libre albedrío por él y a toda pantalla. Terapia gratuita.
En un pasado no tan remoto, la política llegaba al ciudadano de a pie a través de un catálogo de ideas y convicciones, presentadas de una forma más o menos retórica y atractiva. Eslóganes, logotipos, discursos convincentes, argumentos bien estructurados, buena presencia, sonrisa complaciente, eran estrategias comunes con las que llegar a la ciudadanía y atraer su papeleta. Hoy todo ha cambiado. La irrupción de las nuevas tecnologías y el escepticismo del pueblo hacia sus representantes políticos hacen necesario recuestionar las estrategias de merchandising electoral. El discurso pasa de ser analógico a digital, de escrito a audiovisual, de lógico a emocional. La nueva neuropsicología y la psicología social se alían con el político, poniendo
más énfasis en el cómo que en el qué, en la metodología que en el contenido. El ciudadano, usuario habitual de mensajes políticos, ya sea dentro del periodo electoral como en el resto de los cuatro años de ejercicio, está saturado de argumentos y réplicas. En el mismo instante en el que le entran por un oído, los repele por el otro, no sin antes sentir en su cerebro un cierto hastío. «Lo de siempre, todos te intentan vender la moto», se dice.
En un formato audiovisual las ideas venden menos que las emociones, ya que su lenguaje se expresa esencialmente a través de imágenes, no de palabras. Nuestra memoria es icónica; reproducimos
mejor aquello que se nos transmite a través de imágenes, gestos, poses, tonos de voz, movimientos del cuerpo, que aquello que se nos comunica mediante argumentos. De hecho, una convicción no pasa a formar parte de nuestro catálogo de ideologías si primero no tuvo una impronta emocional que la fijase a nuestra memoria. Por eso, una campaña electoral que tenga como aliados a los medios audiovisuales y a Internet, debe tener en cuenta esta peculiaridad psicológica. La pregunta que se hace este ciudadano es: ¿a qué precio?, ¿llegando a qué extremos? La baza final, no lo olvidemos nunca, está en nosotros, la ciudadanía. Los políticos estirarán el desconcierto hasta donde nuestra lucidez les deje hacerlo. El electorado debemos reconocer las estrategias manipuladoras que rigen la microfísica política, estando alerta contra sus excesos y no perdiendo de vista su carácter teatral, sus códigos escénicos y su guión de telenovela. No ceder a las falacias, al guiño inmoral o la camaradería demagógica, es un ejercicio necesario de ciudadanía responsable y el síntoma más explícito de la salud de nuestra democracia.

Ramón Besonías Román



Volver a la Portada de Logo Paperblog

Dossier Paperblog

Revistas