Hay quien entiende la historia del universo como una evolución de organismos vivos que ha emergido con ocasión del desarrollo de la materia y ha alcanzado un cierto grado de complejidad. Para quienes defienden estas teorías parece que el mundo no es más que una cuestión de geometría extraordinariamente complejo. Sin embargo, por mucho que se compliquen unas estructuras, y por mucho que se admitiera una vertiginosa evolución en su complejidad, esa evolución de la sustancia material se enfrenta al menos a dos objeciones importantes.
La primera es que la evolución jamás explicaría el origen primero de esa materia inicial. La evolución transcurre en el tiempo; la creación es su presupuesto. La segunda es que pasar de la materia a la inteligencia humana supone un salto ontológico que no puede deberse a una simple evolución fruto del azar. La materia, por mucho que se desarrolle, no es capaz de producir un solo pensamiento capaz de comprenderse a sí misma, igual que –como sugiere André Frossard– nunca se vería que un triángulo, después de un extraordinario proceso evolutivo, advirtiera de repente, maravillado, que la suma de sus ángulos internos es igual a ciento ochenta grados.
Tres son los problemas con que se enfrenta la teoría de la evolución. El primero es el origen del universo; el Big Bang intenta explicarlo. El segundo el origen de la vida: de la materia animada a las primeras células (para mí, que ninguna teoría se acerca a un mínimo de explicación medianamente convincente). El tercer problema es el origen del hombre: no todo es cuestión de genes, ni de ADN. Muchas especies vegetales con más genes y más cromosomas en el núcleo celular que el Homo sapiens y ahí están: viendo pasar el tiempo con una vida puramente vegetativa.