Atrás quedó Ilo y atrás quedó el Perú, dejándome una mezcla de impresiones positivas y negativas un poco desconcertante; y es que, puestos a calificar los rasgos de la sociedad peruana, me resulta difícil establecer una clara distinción entre los favorables y los desfavorables; no sé cuáles debo considerar virtudes o defectos. De momento enumeraré algunos y dejaré para después un esbozo de análisis.
En general, me han parecido gente muy modesta, tirando a tímida, poco o nada expresiva, parca en palabras y directa al grano, como quien no tiene necesidad ni ganas de decir más que lo imprescindible. Aparte, como ya he repetido a lo largo de este relato, parecen carecer del sentido de la estética y desconocer la vanidad (quizá ambos rasgos tengan una íntima relación); más bien ignorantes, en el sentido menos negativo del término; poco cívicos, en referencia a su desprecio por el medio ambiente o la contaminación acústica. Pero, en realidad, ¿son disociables esos rasgos? Es decir: ser presumido, por ejemplo, ¿es del todo independiente de tener buen gusto? O bien, ¿puede el respeto cívico casar con la ignorancia? Al fin y al cabo todo se aprende. En principio, uno tendería a creer que no empuercar las ciudades o el campo, no generar más ruido del necesario, son conductas instintivas que no requieren enseñanza, ¿pero es esto así, o es que a base de vivir en un entorno en el que tales pautas de comportamiento social son importantes las he interiorizado hasta el punto de que se me antojan naturales? O si hablamos de la timidez, ¿se trata de una virtud o de un defecto? ¿Y no estaré confundiéndola con cierta insociabilidad? Al fin y al cabo ambas son similares en su resultado externo, de modo que por una causa u otra es difícil entablar conversación con un peruano.
Otra de las cualidades que he creído advertir en esta sociedad es su baja conflictividad. En mis casi dos meses de estancia no he oído a nadie decir una palabra más alta que otra, ni he visto una sombra de pelea o confrontación. Pero este rasgo del carácter, si bien encomiable a nivel personal, puede en cambio ser perjudicial para un pueblo si, como resultado, lo deja más indefenso frente a un posible despotismo u opresión, o simplemente frente al abuso. Por ejemplo, me ha quedado claro que la inmigración venezolana y colombiana aflige bastante a los peruanos, pero no me ha parecido que le opongan ninguna resistencia, como si fuese un mal inevitable al que no queda más remedio que resignarse; actitud que, por supuesto, dicha inmigración aprovecha para conducirse como si fuese acreedora por derecho natural no sólo a la indulgencia que el Estado informalmente le muestra (el gobierno de Perú no considera ciudadanos a los inmigrantes ilegales, quienes por tanto no pueden trabajar legalmente ni acceder a otros servicios sociales), sino a unos beneficios que ella misma se arroga. En Ilo vi muchos más inmigrantes que por el interior, acaso por ese irresistible magnetismo, del que ya he hablado, que el litoral parece ejercer sobre buscavidas, titiriteros, mercachifles, maleantes y perroflautas de toda índole. Así, mientras que en Moquegua, por ejemplo, los únicos venecos que recuerdo eran unos malabaristas callejeros (pésimos) pidiendo dinero junto al semáforo de la plaza, en Ilo los había por doquiera, formando ociosos grupitos, siempre con la mano extendida y el "colabórame" en los labios, dando una pobre imagen de la ciudad y creando en el viandante una sensación de inseguridad.
Por cierto, allí conocí a Caleb, un venezolano de la vieja escuela, de "los buenos", que había emigrado a Perú hacía años. Con una habilidad adquirida que también muestran los naturales de otros países como Cuba o Marruecos, sólo con verme y devolverle las buenas tardes adivinó mi nacionalidad. Lo mismo me había ocurrido unas semanas atrás, en Chile, cuando tras oírme pronunciar una breve frase (dirigida a un tercero), otro venezolano me interpeló con esta pregunta: "¿De qué parte de España es usted?" Aunque me asombra esta soltura para identificar apariencias y acentos, no puedo evitar sentir cierta antipatía ante quienes la exhiben con aire de listillos.
Un sesentón con bastante educación y cultura, Caleb se ganaba la vida recorriendo incansablemente la ciudad con su gran termo (sobre ruedas) de mate cedrón, vendiendo el vaso a sol cincuenta. Agradable y conversador, fervoroso creyente, me habló -entre otros temas- de milagros, profecías y apariciones (como la de la -al parecer- famosa Virgen de Garabandal); no obstante, me pareció que tenía el hombre una idea bastante acertada de las cosas del mundo y del carácter satánico (él empleó esta palabra en sentido literal, pero yo la encontré acertada en sentido figurado) de los cambios sociales que el globalismo está promoviendo gracias -entre otras- a la entusiasta ayuda del Papa Francisco, a quien él calificaba de verdadero anticristo; y creo que en esto, desde el punto de vista de la fe católica, no le faltaba razón. Por otra parte, criticaba la pésima calidad de sus propios compatriotas emigrantes de los últimos tiempos, deterioro que explicaba diciendo: "Claro, el socialismo del siglo veintiuno ha hecho muy bien su trabajo." También me habló de sus dos hijos, con sus respectivas carreras, felizmente colocados uno en Francia y otro en España. Pero Caleb parecía satisfecho con su modesta vida de vendedor ambulante en Ilo. No me habría importado hablar un poco más con este curioso e interesante individuo, pero su humilde ocupación no le permitía detenerse: tenía que seguir ganándose la vida honradamente con el mate de cedrón.
En Ilo cambié dos veces de alojamiento. En el primero me dieron una habitación luminosa y con buena vista, pero la ubicación del hostal era ruidosa y además tenían la puerta permanentemente cerrada con llave (costumbre no inusual por estos lares), de modo que había que llamar a la empleada incluso para salir, lo cual se me hacía incómodo. El segundo resultó ser más ruidoso aún, pues las ventanas daban a una calle bulliciosa y no cerraban bien; y por otro lado la limpieza dejaba mucho que desear. Finalmente me alojé en un hotelillo de mejor categoría y bastante más tranquilo (gracias sobre todo a su ubicación) que incluía el desayuno (pobretón) y tenía un bar restaurante en el último piso, con una vista agradable y atendido por un simpático camarero con el que eché varias charlas las noches que subí a tomarme un macerado de naranja con ginger-ale.
Por lo demás, me gustó pasar una semana en esa relativamente tranquila e incluso bonita ciudad. No pude, lamentablemente, visitar los muelles porque eran de acceso restringido, pero Ilo ofrece otros atractivos, como el ajardinado paseo marítimo, espléndidas puestas de sol, la gran flotilla pesquera meciéndose, fondeada, frente al parque, una magnífica vista sobre el Pacífico desde el barrio alto y, cómo no, una gran variedad de opciones culinarias, con abrumadora abundancia de pescado y marisco, a disfrutar en una no menos variada gama de establecimientos. Por un lado, hay un largo rosario de restaurantes frente al mar, así como esparcidos por el interior de la ciudad, desde lo más tirado de precio hasta lo más chic, donde (en estos últimos) por menos de 100 soles puede uno darse un auténtico festín de la mejor calidad. Por otro -y ésta me parececió una experiencia bastante más auténtica- hay junto al muelle pesquero dos "patios de comidas": uno inesperadamente amplio, luminoso y limpio en cuya veintena de puestos sirven exclusivamente menús del día en torno a 10 ó 15 soles, y otro que, pese a su orientación más turística, resulta menos atractivo por lo oscuro y abarrotado, y donde otras tantas cevicherías ofrecen "extras" a base de marisco -no siempre fresco- a precios entre 20 y 40 soles. En este segundo patio, por cierto, los encargados de los puestos se pelean la clientela con agresivas tácticas de venta (como salirte al paso plantándote el menú delante de las narices o tirarte de la manga y ponerte en la mesa, antes de que puedas rehusar, una taza de sabrosa sopa de pescado "de cortesía"), hasta el punto de resultar agobiante para el recién llegado. La oferta gastronómica es tan grande que haría falta como mínimo medio año, comiendo cada vez en un lugar diferente, para conocerlos todos.
Como todas las localidades peruanas, tiene también su mercado o "feria", no demasiado laberíntico. Ahí compré algunos productos exóticos, como plátano manzanita, mermelada de piña, macerado de damasco y queso de cabra a la tierra de sal, o curiosos como aceitunas negras aliñadas, que comprobé no tienen mucho que envidiarles a las españolas. Me extrañó que el macerado, siendo un licor típico de Moquegua capital, donde es ampliamente conocido, fuese en cambio una rareza en Ilo, pese a la cercanía de ambas ciudades y pertenecer a la misma provincia. Tuve que preguntar en varios lugares hasta dar con algún tendero que supiese a lo que me refería, e incluso el camarero de mi hotel desconocía su existencia. No sé muy bien qué conclusión sacar de esta ignorancia (o indiferencia) respecto a los productos propios. En cierto modo, me sugiere cierta falta de confianza del pueblo peruano en sí mismo, cierto desapego por lo suyo, y refuerza la impresión de apatía que ya venían causándome otros detalles. Si esta conjetura es acertada, confirmaría el desinterés general de los peruanos por la variada riqueza de su país; lo cual podría ser, a su vez, triste síntoma de otro problema más serio: una falta de energía y voluntad para salir del atraso económico sacándole todo el partido posible a esa gran riqueza. Un pueblo sin ambición que se conforma con su statu quo es quizá más susceptible de padecer la corrupción interna y el dominio foráneo, ya que otros vendrán a usurpar lo que Perú no aprovecha para sí. No es por casualidad que las empresas que explotan su minería sean extranjeras. Las cualidades humanas y sociales tienen su cara y su cruz, sus aspectos positivos y negativos; y así la resignación y el conformismo, que pueden ser manifestaciones de una loable sencillez o humildad, se vuelven fácilmente contra uno en la competitiva lucha por la existencia, tanto a nivel personal como de nación. Tienen los peruanos cualidades que los hacen amables (en el sentido etimológico de la palabra), pero quizá sus propias virtudes los aboquen a un pobre porvenir como sociedad política.