El odio religioso, étnico y cultural que sufren los judíos los hace víctimas constantes de crímenes pequeños, grandes, y ocasionalmente genocidios, con la frecuente complicidad pasiva de las autoridades de países autoproclamados democráticos.
Como el caso del atentado con bomba ordenado por los ayatolás iraníes que asesinó en Buenos Aires el 18 de julio de 1994 a 85 personas e hirió a 300 al volar el edificio de la Asociación Mutual Israelita en Argentina (AMIA).
Durante casi 21 años las autoridades argentinas han tratado de negar o atenuar la culpabilidad del régimen iraní: “business is business”.
La última vez, la presidenta Cristina Fernández de Kitchner --de antepasados judíos que silencia, como su marido fallecido--, que tiene como ministro de Exteriores a Héctor Timerman, un prominente intelectual judío de izquierdas.
Tras el reciente asesinato o suicidio del fiscal Alberto Nisman horas antes de su prevista denuncia contra Fernández y Timerman por “encubrimiento de terroristas y fabricar la inocencia de los imputados”, el fiscal general ha tomado su relevo y pedido el procesamiento de ambos.
Mientras, numerosos mutualistas de la AMIA, que agrupa a unas 28.000 familias judías argentinas, han exigido la expulsión de Timerman como socio.
Lo que demuestra que, al contrario de la leyenda sobre el apoyo incondicional entre judíos, cada uno tiene sus ideas políticas o sociales sin dejar de pertenecer a la misma cultura, que en Argentina, además, tiene una presencia excepcional.
Desde Daniel Berenboim y los escritores Marcos Aguinis o Juan Gelman, hasta Les Luthiers, creadores de un refinadísimo humor, la lista de creadores o científicos judíos argentinos de primer nivel mundial llega casi al centenar, y eso es lo que quiere destruir el fanatismo islamista, como hizo en 1994, aprovechando que “business is bussines”.
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SALAS