Revista Literatura
Hubo un tiempo, en este país, nuestro, en el que la educación no era un derecho universal y los pocos niños que tenían acceso era porque sus padres podían permitírselo. El resultado: una mayoría analfabeta, unos cuantos formados. Hubo un tiempo, en este país, tiempos oscuros, en el que muchos colegios tenían dos puertas: por una entraban los “gratuitos”, sin uniforme, claro, y por la otra puerta entraban los de “pago”, con sus relucientes uniformes. Eso sí, una vez dentro, todos cantaban el “cara al sol”. El fascismo los igualaba en la represión. Hubo un tiempo, cuando el sistema educativo aún era un elemento en construcción, que algunos niños, que sus padres lo podían pagar, cuando salían de clase recibían clases de mecanografía, contabilidad o de inglés, para así ampliar su formación. Hubo un tiempo, en este país, de esto ya no hace tanto, en el que el aprendizaje de un segundo idioma se normalizó, todos los niños podían aprender francés o ingles, y entonces familias de economía boyante, porque costaba un dinero, enviaban a sus hijos a Irlanda, Francia o Inglaterra, para que perfeccionaran el segundo idioma, con su correspondiente certificación avalando tal perfeccionamiento. Hubo un tiempo, ese tiempo está aquí, lo rozamos con la yema de los dedos, en el que acceder a la Universidad estaba y está al alcance de toda la ciudadanía. En Andalucía aún más por la bonificación autonómica de las matrículas universitarias, que en multitud de casos se hace cargo del 99% del importe. Cuando ya todo hijo de vecino, hija de Amancio Ortega o del panadero de la esquina, rubia o moreno, guapa o feo, ha podido acceder a una formación pública, universal e integral, desde los tres a los veintitantos años, aprendiendo las asignaturas de siempre, pero también un segundo y hasta un tercer idioma, e informática, deportes y demás, pudiendo llegar a ser arquitecto, biólogo, procesador de alimentos o médico sin tener en cuenta la chequera familiar, cuando por fin tenemos un sistema educativo que garantiza la igualdad de oportunidades, dejando al tesón, talento y trabajo de cada cual su trayectoria académica, se inventan los máster, que nos vuelven a diferenciar, una vez más, entre quienes pueden pagarlos y quienes no pueden pagarlos. Porque el “máster bueno” es caro. El colmo de los colmos, el rizo del rizo, es pagar por el máster sin haberle prestado la menor atención, y colocarlo en tu currículo, como si tal cosa, sobre todo porque a mí, particularmente, me dan exactamente igual los másteres que tengan nuestros representantes públicos. No considero que eso, ni cualquier otro título, certifique su valía como servidores públicos, que es en realidad lo que son o deberían ser. Valía, por otro lado, que forma parte más de una vocación, de un don, de un talante o de un compromiso, que de una titulación académica. A vueltas con esto de los másteres o de la formación de nuestros representantes públicos, me surgen varias dudas o reparos que no alcanzo a encontrar la respuesta adecuada. Les exigimos titulación, en lo que sea, y sin embargo nos da exactamente igual que un biólogo, o un médico o yo qué sé, un químico, sea el responsable de la cartera de Economía, por ejemplo. O que, del mismo modo, una filóloga ostente el Ministerio de Medio Ambiente. Para mí eso es como no tener titulación, porque de su área no tiene formación específica. Por esta regla, que no sé si es la del tres o la del sentido común, no tengo claro cuál debería ser la formación de un Presidente de Gobierno. Un poquito de economía, para el dinerito, un poquito de ingeniería, para las carreteras, un poquito de psicología, para las relaciones y un poquito de, pongamos, inglés, para no estar siempre viajando con el traductor. A un responsable público, yo al menos, le pido amplitud de miras, no desatender el presente y tratar de adelantarse al futuro; le pido honradez, trabajo, compromiso y constancia; le pido saber rodearse de los mejores, saber trabajar en equipo y liderazgo; le pido tener siempre los ojos y los oídos muy abiertos, que no pierda contacto con la realidad. A un responsable público le pido sinceridad, saber reconocer sus errores y, sobre todo, le pido sensibilidad, para que siempre esté del lado de quienes peor lo pasan y para que nadie se quede en la cuneta. Me temo, que todavía no existe una licenciatura que abarque todos esos contenidos, y también me temo que ni el máster más caro y exclusivo sea capaz de instruir en esas materias. Desgraciadamente.